Vivo en España hace más de 5 años y cada mañana desayuno leyendo distintos diarios de Argentina. Hoy, por ejemplo, leí en La Nación una nota sobre hábitos, del escritor norteamericano Charles Duhigg, ganador del premio Pulitzer y columnista de The New Yorker. En la nota, Duhigg explica: “Neurológicamente, un hábito es una fórmula que nuestro cerebro sigue automáticamente, porque es un órgano vago que prefiere no modificar lo establecido como una manera de ahorrar energía.”
Migrar es básicamente hacer todo lo contrario a lo que el vago de nuestro cerebro prefiere. Incluso, a veces, es también lo contrario a lo que nuestro corazón quiere.
Migrar significa perder una gran parte de nuestros puntos de referencia y nos obliga a replantearnos casi todo. Algunas de esas cosas que tenemos que replantear parecen insignificantes, pero no lo son: ¿Dónde queda el supermercado? ¿Cómo que las clases empiezan en septiembre? ¿Seguro que si cruzo no me van a pisar?
Cuando una deja la casa, las calles, el barrio, la ciudad, el país, la familia y los amigos es como patear el tablero de lo que le permite al cerebro estar como quiere.
Por un tiempo, una anda perdida, abrumada, tratando de ordenar los pensamientos casi todo el tiempo. Como si el GPS interno estuviera permanentemente recalculando y se preguntara ¿qué car… hago acá?
Eso es un poco lo que me pasó cuando me mudé a Madrid. Era una ciudad que había visitado antes solo por unos días, como turista, y la verdad es que casi no me acordaba de nada. Venía con un preconcepto que usaba para calmarme: pensaba que los españoles eran la versión europea de los argentinos. Pues no, mi ciela, los españoles tienen poco que ver con nosotros. Una puede explicarles qué es la inflación y parece que lo entienden, pero no. Ellos te hablan de crisis y una parece que los entiende, pero no. ¿¡De qué crisis hablan!?
Después de más de 5 años, de los cuales 1 y medio pasamos en pandemia, siento que mi cerebro se empieza a acomodar. Ya sé para dónde caminar si tengo que ir a la verdulería, o qué colectivo tomar si quiero llegar al centro. Y esto me da una tranquilidad casi ridícula.
Ya conozco al pollero (el que vende pollo) y ya no intento decir poio sino que digo “Sho quiero posho”, y me la banco.
Cuando viajaba, Gabriel García Márquez decía que “El cuerpo llegaba puntual, pero el alma llegaba unos días después”. En mi caso, gran parte de mi alma llegó a España hace medianamente poco. Y la otra parte, probablemente se quede por siempre en Argentina, comiendo tostados mixtos y helados de dulce de leche, cerca del Cid Campeador, donde vivía con mis viejos cuando era chica.
Lo bueno es que acá te cruzás con argentinos en todos lados. Y cada vez que eso pasa, es como si nos conociéramos. Porque, como decía Borges de Buenos Aires, “No nos une el amor sino el espanto; será por eso que la quiero tanto.”
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