Desde joven me interesé por la política y la acción social. Milité en organizaciones sociales de base, y me rodeé de personas llenas de historias que hicieron que hoy sea quien soy. Irupé fue una de ellas. Se hacía cargo de una casa a escasos metros de las vías en un barrio de emergencia de la CABA, paraba la olla de una familia numerosa, e incluso se hacía cargo de la crianza a tiempo completo de uno de sus nietitos, a veces entre lágrimas, con la esperanza de que su hija, y mamá del nene, se “encarrile”, como decía ella, y se recupere de su adicción a la pasta base. Me acuerdo como si fuera hoy su mirada de dolor el día que se le inundó la casa. Ella nos cedía un espacio que tenía a medio construir en la parte de delante, donde dábamos clases de apoyo escolar a pibas y pibes del barrio, y donde con computadoras viejas que nos donaban hacíamos también cursos de alfabetización informática. Irupé seguramente estaba angustiada por la pérdida de todo lo material, pero como estaba ya curtida en la mala costumbre de arrancar de cero una y otra vez, lo que en realidad lamentaba era perder las computadoras. Esas computadoras desvencijadas le permitieron tanto ella como sus vecinas aprender a usar procesadores de texto, a navegar por Internet, a crear y usar sus casillas de email… Irupé había perdido todo, pero lo que más la entristecía era la perdida del espacio colectivo que su casa le permitió construir. El punto de encuentro de esa red que nos contiene, nos enseña e incluso a veces nos levanta. Esa misma red que se activó rápidamente ante su situación y que posibilitó que en pocos meses su casa vuelva a ser la que solía ser, y ese espacio tan preciado para ella y para el barrio, vuelva al ruedo como de costumbre.
Pero la historia de Irupé no fue la única. Unos años después y en otro barrio de emergencia, se acercaron un grupo de compañeras a comentarme que sus hijas querían aprender ballet, y como sabían que yo daba clases, me propusieron organizar una especie de escuelita de ballet para las infancias del barrio y así fue como una vez más se activó la red. Primero, organizaron una choripaneada y vendieron empanadas, tortas y tortillas para juntar fondos. Con lo recaudado organizaron el trabajo de forma impecable: las que sabían coser compraron tela y cosieron mayas y tutús de tul, las que sabían tejer hicieron redecillas para los rodetes, otras se encargaron de buscar precios y comprar las zapatillitas y medias al por mayor, y finalmente, como nos cedieron un espacio acondicionado para hacer clases de danza, pero a una media hora en colectivo del barrio, organizaron un calendario por turnos para a llevar a las infancias al salón. Y así fue como cada sábado bien temprano llegaban todas en banda. Amaba el momento en el que pasaban por la puerta, todas con sus rodetes, sus mayas, sus tutús y sus carreras para ver quién llegaba primera a abrazarme.
Qué imprescindible es la red, y qué marca registrada tan hermosa y característica de nuestra cultura latinoamericana. La ayuda, la solidaridad, la colectivización del compromiso. Acá donde vivo, hay red, pero la dinámica es distinta. Allá no es necesario insinuar nada, la red está siempre en estado de latencia, lista y preparada para ponerse en marcha ante la más mínima señal de humo.
¿Y mi red? Mi red, la que me sostiene, está un 80% lejos, pero siempre lista para apagar fueguitos. Se activó cuando decidí dejar un hogar violento, y me abrazó con comida de abuela y charlas de tía. También se puso en marcha cuando migré y estuve varios meses sin laburo, en forma de videollamadas motivacionales, prendidas de velas a ángeles, giros con ayuda económica a pesar del peso devaluado, rituales brujiles con cuarzos, y la oferta de pagarme un pasaje de vuelta si mi último intento en el viejo continente no salía bien.
Yo también fui parte activa cuando había fueguitos en otros nodos y era necesaria la acción reparadora, contenedora, el sostén, pero… ¿qué soy yo dentro de mi red ahora mismo? Es una pregunta difícil de responder. La migración me despojó de los espacios en los que me sentía cómoda y me obligó a buscar nuevos. Desde que llegué busqué en vano organizaciones, sindicatos, partidos en los que participar, pero ese bagaje que mezcla lo social con lo político y lo cultural es una forma de hacer latinoamericana; acá cada cosa tiene su lugar y no se mezcla.
Hoy siento la necesidad de ser parte de esos espacios más que nunca. La angustia de este presente en mi querido país se mezcla con la impotencia. Es triste ver cómo se atropellan derechos, se pisotean garantías, se arremete contra jubilados, trabajadoras, trabajadores, se vende todo. No creo que sea suficiente con manifestarnos en una ciudad europea, es necesario pasar a la acción y tejer redes impermeables que crucen el charco.
Tengo que confesarles que rehíce parte de este texto. En principio era un tanto fatalista y alejado de la realidad. Daba por hecho que ya no era parte activa ni funcional dentro de mi red, pero una vez más mi red se activó para sacarme de mi performance novelera y ayudarme a ver la realidad un poco mas objetivamente: acá las migrantas estamos tejiendo redes, estamos atentas, latentes, activas, y poniendo el cuerpo. Quizá este nuevo espacio que estamos construyendo no sea exactamente igual a los que estaba acostumbrada, pero yo tampoco soy igual. (Y no, jamás seré una vigilante de la federal).
Acá, o allá, la red está siempre para recordarme que #NosTenemos.
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