Vacaciones

Dedicado a Juan, siempre.

Cuando era chica, en los 80, pasaba mis vacaciones en el departamento de mis abuelos, donde vivía.  Mi mamá trabajaba de 8 a 18 y, a la salida, hacía una changa repartiendo libros.  

Así que me cuidaba mi abuela.  Mi relación con ella no era fácil.    Yo me frustraba por no tener las vacaciones ni la vida que veía en la tele y ella estaba re podrida de las tareas de cuidado.  Pobre mi abuela…  Ahora me doy cuenta:  yo era la tercera generación que había criado.  De niña, fue la madre de sus hermanos, de joven fue la madre de sus hijos y “cuando podía empezar a disfrutar” (sic), mi mamá volvió al hogar mapaterno con una hija de cuatro años y un ex marido económicamente insolvente.  Aclaración importante: el padre de la hija, que era yo, se quedó en el monoambiente de Constitución.  No obstante, por acción y/u omisión (especialmente monetaria) mi papá estaba bastante presente y, a mi abuela, sus acciones y omisiones la jodían bastante.

En ese clima, yo pasaba  mis vacaciones de verano…  Y ni hablar de los cortes de luz, la colonia sindical a la que sentía una prolongación del colegio doble escolaridad, el calor y la poca predisposición de los adultos circundantes a armarme algún plan con alguien de mi edad.  Eran los 80… 

Conversando de esos años con mi mamá, me señaló que cada verano de esa época fui a la playa, que nunca me quedé sin vacaciones.  Y es verdad.  En mi casa materna, el disfrute y el descanso, también eran valorados. Y, del mismo modo que me fue inculcado el amor al estudio y la responsabilidad hacia el trabajo, siempre sostuvieron que los momentos de ocio había que generarlos y defenderlos, como defendían la certeza de que no estábamos en este mundo sólo para trabajar y producir.   

Y había algo más que nunca faltaba en mis vacaciones: la lectura.  Yo leía vorazmente todo.  Y en mi casa eso se celebraba y apuntalaba con libros y revistas.  Para eso, siempre había plata.

Fue en esa época que Papá Noel me trajo el libro “Bibiana y su mundo”, que me conmovió profundamente.  Les cuento la historia:  Transcurría en España y la protagonista era Bibiana, una nena un poco más grande que yo, huérfana de madre e hija de un padre alcohólico y negligente.  Lo único bueno que había en la vida de Bibiana era su maestra, que no toleraba tanto descuido hacia la niña.  Así que enfrentó al padre de ésta, le señaló el daño que causaban su alcoholismo y violencia y había logrado que él la escuchara.  Todo venía bien, la vida mejoraba, inclusive el padre hacía serios intentos por abandonar “el chupi” y ser menos violento. Y se avecinaba un final feliz: Bibiana sufría menos la muerte de su madre, el padre se empezaba a hacer cargo de las tareas de cuidado, la maestra encarnaba el rol de cambio social de la docencia… Final feliz se aproximaba, desde mi punto de vista, hasta que en un giro narrativo, el autor decidió que la maestra se enamorara del padre de Bibiana, se casaran y vivieran felices para siempre.  Esa fue la primera vez en mi vida que sentí que algo de lo que se me presentaba como positivo no lo era.   Ese verano pensé mucho en Bibiana y en su mundo, que a mi no me cerraba del todo: me ponía contenta por la niña que iba a tener una mamá buena y dedicada, pero sentía que la maestra estaba haciendo mal negocio. 

Verano del 24, “AÑO DE LA DEFENSA DE LA VIDA, LA LIBERTAD Y LA PROPIEDAD”.

Recuerdo aquellas vacaciones en las que leí Bibiana y su mundo como “Las vacaciones de los cortes”, por los cortes de luz. Y me pregunto cómo, en el futuro, me voy a acordar de estas vacaciones, en las que tengo que destinar grandes caudales de energía psíquica para tramitar la crueldad que insiste en sus distintos formatos. 

Desde que soy una mujer adulta,  no caigo tan fácilmente en los “mandatos del verano” y hace varios años que no me identifico con los ideales de belleza que proponen los medios hegemónicos de comunicación.  Entonces, encaro el período de vacaciones como una oportunidad para vivirlas en nombre propio, alejada de lo que el status quo propone como diversión y descanso.  Los feminismos llegaron a mi vida hace muchos años, así que cuento con recursos para nombrar y cuestionar las cosas que “no me cierran”.  Y celebro a esa Angela Laura de 8 años que se pudo bancar la incomodidad de desconfiar de algunos relatos de finales “felices”.   

No obstante, estas vacaciones son distintas, no logro sostener por mucho tiempo el disfrute, tan merecido y necesario. Al igual que en los 80s, la lectura me sirvió de refugio:  un refugio de crecimiento, introspección y acopio de conceptos y herramientas para la vida.  Y, si bien no estoy en la ciudad, me cuesta relajarme y conectar con la naturaleza que me rodea. Recién pasó un colibrí y me puse a pensar  en mi abuela, que murió hace catorce años.  Dice una leyenda guaraní que cuando ves un colibrí, es que un ancestro tuyo viene a decirte que está bien en el más allá.

Y yo me pongo a pensar en el más acá y la tristeza contenida aflora y lloro.  Mientras caen las lágrimas pienso en mis ancestros.  Y en ese racconto de seres que me enriquecieron la vida, me inscribo en una tradición de mujeres con las que comparto los feminismos como un modo políticamente amoroso de estar en el mundo.  Con ellas somos manada y marea, nos reconocemos en los gestos y #NOSTENEMOS aunque no no nos conozcamos.  Cada una, desde su lugar, sostiene una práctica que enuncia en acto que la crueldad nunca es el camino.  Y que la sororidad, es la habilidad que nos sostiene. Lo aprendimos de las que nos precedieron y se lo dejamos como legado a las que van a venir.  Porque, como decía Ursula K Le Guin, no nos deseamos el éxito de los mercaderes y sus lacayos, que tiene como condición excluyente el fracaso de los otros. Ese éxito, frágil y dañino, a nosotras, no nos interesa.   

Vuelvo a mirar el jardín y descubro una flor que ayer no estaba.  Resalta, en la parte del cerco donde nunca crecen flores.   Imagino el recorrido que tuvo que hacer para llegar hasta ahí: nadie la plantó, nació hija de semillas silvestres y pájaros peregrinos, creció en medio del temporal de diciembre, que destruyó árboles que parecían eternos y hoy florece, digna.  Admiro sus colores y las espinas con las que se protege.  La miro de cerca y encuentro más pimpollos y más espinas. Reflexiono sobre la existencia y confirmo lo que otras ya dijeron: que la vida no es producto de las fuerzas del cielo, sino de las raíces que, invisibles, la sostienen.

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