Ante la libertad fallida, dignidad.

El sábado anterior al 8M mientras lavaba los platos, Youtube Music decidió que escuchara la canción “Honrar la vida” cantada por Marilina Ross. Y yo, que venía cantando canciones de los 80, me quedé callada.  A veces la memoria es como una ola que llega y te arrastra al mar aunque no quieras, más allá de que te hayas parado en esa parte segura de la playa en donde creías que no llegaban las olas.  Pero bueno, ahí estaba yo empapada de recuerdos.  Y me acordé de cómo esa canción llegó a mi vida:  yo era chica y estaba mirando la tele con mi mamá, en su pieza.  De repente, se abrió la puerta y mi abuelo le dice a mi mamá que fuera al comedor rápido, que estaban pasando la canción de Eladia Blazquez que le había comentado. Y ahí salimos corriendo ambas hacia el televisor del comedor a escuchar algo que debía ser oído, al menos en opinión de mi abuelo.  Mi mamá coincidió.  Y desde ese momento, “Honrar la vida” formó parte del acervo cultural de mi familia, compuesto de dichos, canzonettas, tangos, escritores rusos y escritores populares como Gagliardi y Discépolo.

Así que ahí estaba yo con las manos enjabonadas, tarareando una canción que hacía varios años que no escuchaba. Y me sorprendí de que todavía me acordara de la letra. Estaba muy orgullosa de mi buena memoria, hasta que Marilina afirma: “Y a nuestra propia libertad la bienvenida” y yo que venía cantando con ella, dije: “Y a nuestra propia dignidad la bienvenida”.  Frente a esta equivocación no me pude hacer la distraída y me pregunté cómo se puede vivir dignamente en tiempos tan indignos.    

ACÁ ESTÁ EL SALÓN DE LAS MUJERES

El 8 de marzo amanecí ansiosa, incómoda.  No me podía sacar de la cabeza el del año pasado,  en el que el ánimo era tan distinto, en el que marchábamos para ampliar derechos, para poner en agenda los cuidados.  Parecía otra vida.  Era otra vida.

La desazón se incrementó cuando me bajé del colectivo y vi la cantidad de policías que había sobre Cerrito.  No lo podía creer.  Casi les saco una foto porque las palabras no me iban a alcanzar para describir lo que veía.  No lo hice, tuve miedo.  No obstante seguí caminando hacia la plaza, sentía que ese era el único lugar en el que iba a estar segura.  Y mientras lo hacía, la calle se iba llenando de pañuelos verdes, de cantos y consignas.  Al doblar por Rivadavia vi hombres y mujeres que se ponían chalecos azules y celestes, que los identificaban como agentes de la policía.  Se bajaban de autos humildes, algunos desvencijados.  Tuve lástima, coincidíamos en la precarización.

Seguí avanzando y a unos pocos metros no cabía duda de que estaba llegando a una manifestación multitudinaria. Había mujeres por todos lados.  Y así, siendo una gota en la marea,  la ansiedad se transformó en alivio y la incomodidad en comodidad.  Estaba en el lugar en el que tenía que estar. 

ACÁ ESTÁ EL SALÓN DE LAS MUJERES decía un cartel escrito con marcador, en un cartón cualquiera, como a las apuradas, con urgencia.  Celebré el ingenio de la compañera, que había logrado responder con altura a tanta bajeza.  Y confirmé, una vez más, que hay ciertos golpes que sólo se tramitan si se comparten con las otras. Y que el encuentro con las compañeras tiene una doble función: la primera, compartir el dolor mientras nos damos cuenta que eso que sufrimos individualmente nos pasa a todas. Y la segunda y más importante, generar estrategias para afrontar de manera colectiva lo que nos perjudica.

Me fui de la marcha revitalizada.  Antes de llegar a mi casa, compré una sidra helada y no me importó si más cerca de fin de mes iba a extrañar los $2500 que ese 8 de marzo tenía en el bolsillo.  Apostaba a que esa sidra la iba a disfrutar, no como la que había tomado en las fiestas, que sólo incrementaba la desolación que sentía.  Y cuando toqué el vidrio frío de la botella pensé en la dignidad.  Me di cuenta de que me sentía digna.

SOMOS MÁS PUEBLO QUE MILICOS, NO SE OLVIDEN DE ESO

Gritaba Norma Pla en una plaza llena de jubilados, en los 90.  Y cuando digo llena, no exagero.  Era tanta la gente que se congregaba cada miércoles que la policía cortaba toda la zona del Congreso, donde yo vivía en aquella época.  Tenía once años y cada miércoles, agarraba mi DNI y lo ponía en la mochila, por si la policía me hacía lío para volver a mi casa.  Mi mejor amiga hacía lo mismo y así nos organizábamos cada miércoles. Lo que también me acuerdo es que ni ella ni yo pensábamos que fueran unos viejos meados los que llenaban la plaza.  

Mientras escribo esto, busco un poco de información sobre Norma Pla, para quedarme tranquila de que lo que les cuento, no está tan invadido por mis recuerdos y que las cosas fueron, más o menos como las escribo.  Y encuentro una nota de Latinta  que me conmueve profundamente.  Les comparto un pedazo:

“El 5 junio de 1991, con sus compañeros de lucha, logró entrar al Congreso donde se encontraba el ministro de economía Domingo Cavallo, que estaba rindiendo cuentas a una comisión parlamentaria. Pudo interceptarlo para que se reuniera con ella en una oficina con las cámaras de televisión como testigo. Cavallo en un claro acto de desesperación se largó a llorar recordando que sus padres también eran jubilados.”

Ante las cínicas lágrimas del ministro, Pla le respondió: “No llore señor ministro, no llore. Tenga fuerza para defender lo suyo. Usted tiene madre pero seguro que no está en la Plaza Lavalle con nosotros. Debe estar mejor”.

Luego de pelear contra un cáncer de mama, el 18 de junio de 1996 a sus 63 años, Norma Pla falleció en su casa de Temperley. Su última voluntad fue que sus cenizas fuesen esparcidas en la Plaza Lavalle, en ese lugar que tantos días la vio luchar.” La lucha de Norma Pla

Las marchas de los jubilados no se acabaron con su muerte.  La última vez que vi una fue antes de la pandemia, en Tribunales, donde se repetían periódicamente.  

«MERECER LA VIDA NO ES CALLAR Y CONSENTIR

TANTAS INJUSTICIAS REPETIDAS

ES UNA VIRTUD, ES DIGNIDAD»

Vuelve a mi mente la canción de Marilina y me pongo a pensar en mi abuelo.  Me pregunto qué quería decirle a mi mamá.  Se me estruja el corazón al pensar que, a lo mejor ya estaba enfermo y que no lo sabíamos.  Se murió el 6 abril de 1992 a los 58 años.  Para mí, los 90 fueron una época de pérdidas. Y fue en ese contexto de muerte, real y simbólica, que atravesé mi adolescencia.  Miro para atrás y me doy cuenta que los 90 me marcaron a fuego, son una sensación de disconfort en el cuerpo.  A mi no me tocó la parte copada del “deme 2”, la pizza con champagne y los viajes baratos a Miami y a Europa.  Es más, ni sabía que existían.  Me acuerdo que mi mejor amiga se fue a Brasil a festejar los 15, pero nada más.  

Y pensando en esa época es que me pregunto cómo voy a atravesar esta, que como un deja vu de los 90, desprecia y oprime a jubilades y a cualquier persona que se anime a afirmar que las leyes del mercado son insuficientes para garantizar la vida.  Me vuelve la pregunta por la dignidad y es ahí donde sostengo que no voy a ser cómplice de tanta crueldad  y que ese es mi primerísimo acto digno. Tampoco voy aceptar que la precariedad de la vida sea lo normal.  Y no me voy a anestesiar ante los golpes reales y simbólicos, mirando para otro lado.  Y menos aún voy fingir que no percibo la violencia con que algunos familiares, colegas y conocides se regocijan del dolor ajeno. Y para que me acompañen en el camino, recurro a los feminismos y a las compañeras, con quienes venimos pensando estos temas desde hace muchos años.  Fueron ellas las que me dieron el espaldarazo cuando quise vivir una vida en nombre propio, las que se animaron a señalarme que tenía otras opciones más allá de los ideales de la feminidad, las que teorizaron que eso que sufría en privado era algo nos pasaba a todas, inclusive a las que no se daban cuenta. Y es con ellas con quienes me proyecto ejerciendo la dignidad en los distintos lugares por los que circulemos.  Porque si algo sabemos las feministas es que la dignidad se juega en todo momento, en cada ámbito en el que nos insertamos. Y que para nosotras, la dignidad es, como mínimo, vivir una vida en nombre propio, no como un permiso para fingir demencia y desentendernos de la realidad que habitamos. Y es ahí donde me doy cuenta de que en los 90 yo era chica, pero que ahora soy grande y que puedo elegir que voy a hacer de mi vida, inclusive en los escombros de un país que ya no siento mío.  Como hicieron Norma Pla en los 90 y la compañera del cartel del 8M, hace unos días.   

Date unos minutos más despues de leer la nota y escucha la canción.

Honrar la Vida – Marilina Ross y Sandra Mihanovich

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