A mi favor

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¿Podés identificar en tu historia un momento en el que te empezaste a sentir inadecuada en términos del género que expresabas?, me pregunta la guía de lectura del libro “La estafa de la feminidad”. Y me acordé de cuando tenía cuatro años y era mi primer día en el jardín de infantes.  En realidad, era mi segundo primer día en una institución dedicada a la educación de las infancias. Antes, había pasado por una guardería llamada “El sapito elegante”. Contaba mi abuela Rosa que al dejarme esa mañana no se podía sacar del cuerpo una sensación fea. Mi llanto se escuchaba desde la calle, pero ella siguió caminando, sostenida de la frase de la maestra de que no se preocupara, que los primeros días eran así. Caminó unas cuadras, pero tuvo que volver, tenía que constatar que yo estaba bien. Al llegar a la puerta del jardín, escuchó que a mi llanto se le sumaba una especie de sonido desesperado. Golpeó la puerta y se encontró con una maestra frustrada que le decía que yo presentaba una conducta desafiante, que me resistía a dejar mi bolsita, que lloraba y le hacía mal a los otros chicos. Mi abuela me agarró, cerró la puerta y no volvimos nunca más. Y ahí, ella decidió que me iba a cuidar para que yo no tuviera que ir a una guardería. Y lo hizo, mientras se cargaba una nueva obligación en su vida de ama de casa. 

Unos años después, volvía a ser mi primer día en el jardín de infantes. Esta vez iba preparada: sabía que tenía que dejar la bolsita. Me habían explicado que me mandaban al mejor colegio de la zona, que iba a estar bien. Es más, retumbaba en mi memoria las palabras de mi abuelo, mi abuela y mi madrina diciéndole a mi mamá que no se preocupara, que ellos la iban a ayudar siempre a pagar el colegio. Y cumplieron.  Terminé quinto año ahí.

De aquel primer día me acuerdo especialmente porque fue la primera vez que me sentí inadecuada.  El colegio era hermoso, imponente y amable al mismo tiempo.  Afuera de la sala verde quedaban los padres.  En mi caso, quedaban del otro lado del vidrio, mi mamá, mi papá, mi abuela, mi abuelo, mi madrina, mi tía Gladys y hasta el tío Francis. Habían venido a darme su apoyo. 

Al llegar a la sala me encontré con unas nenas que me miraron mal. Miré la puerta y vi a mi familia sonriente, haciendo gestos para darme ánimo. Como respuesta, me dirigí con falsa confianza hasta el sector destinado a las bolsitas y dejé la mía ahí. Mi familia me aplaudía.

Veinte años después estaba en otra institución educativa. Asistía a una conferencia que se llamaba “Speaking from behind a veil: muslim women on Feminism”. La traducción sería algo como “Hablando detrás del velo: mujeres musulmanas hablan de  feminismo”. Sinceramente no me acuerdo nada de la conferencia.  Pero sí conservo la impresión de sentir alivio por no tener que usar velo, ni burka, ni sari, ni nada que se le parezca. En esa época tenía veintiséis años y vivía en el campus universitario de otro país, lleno de mujeres que portaban en el cuerpo el lugar en el que habían nacido. En cambio, yo tenía la libertad de ponerme lo que quisiera, me había casado por amor (a diferencia de mis amigas de la India) y, en comparación con otras religiones, el catolicismo me parecía amable y justiciero (Jesús había echado a los mercaderes del templo). Y para continuar en modo alivio, yo hacía fuerza para tapar el malestar que sentía cuando la ropa que elegía no me quedaba como a Pampita. También negaba el hecho de que estaba ahí apoyando a mi marido porque su carrera iba a dar mucha más plata que la mía, Y que agradecía cuando salía a la calle y nadie se había dado cuenta de que no estaba tan cómoda ni segura como aparentaba. Tenía un buen marido, un título universitario en trámite y la vida por delante. El futuro era promisorio. Confiaba. Si hacía las cosas bien, me iba a ir bien. 

Hoy, cuarenta años después de ese primer día en el jardín de infantes y a veinte años de esa conferencia estoy en un evento académico. La algarabía es general, el ánimo celebratorio. Yo estoy incómoda. Me pregunto cómo se puede habitar estos espacios sin tener en cuenta el contexto. Y justo me llega un mensaje de mi mamá que me dice: “Angelita, te siento muy belicosa. Dejá de ser feminista. No sirve para nada. Y más en estos tiempos. Las cosas no van a cambiar nunca. Aceptalo. Te lo digo por experiencia. Callate, sonreí… Es mejor eso”. Y yo, que todavía tenía la vista en la pantalla, me pregunté: ¿mejor para quién? 

Sigo reflexionando y agradezco estar viva. Me doy cuenta que, a lo mejor, ya viví más de la mitad de mi vida y me pregunto cómo quiero vivir lo que me queda, qué lugares quiero habitar y con quienes quiero relacionarme. Vuelvo a la pregunta de Lala y noto que mi incomodidad ya no me habla exclusivamente de insuficiencia, esa sensación que pasé casi toda la vida combatiendo. Al contrario, sostengo la incomodidad como una posible brújula para vivir una vida en nombre propio. También reconozco los velos invisibles que me aplastaron la cabeza y me nublaron la mirada. El paso del tiempo me permitió reconocerlos. Hoy tengo la certeza de que la ingenuidad no es un lugar seguro. Ya no tengo confianza ciega en el futuro. Mi fortaleza es el ejercicio de la perspicacia. A ella intento recurrir para no caer tan fácilmente en las estafas que me prometen felicidad y sólo me traen sometimiento. Y sé que en ese camino no estoy sola.

El otro día, entre risas, me dijeron que me estaba encaminando a ser una vieja de mierda. Y yo quedé encantada. Me ví en el futuro más parecida a la Baba Yagá que a Susana Giménez y sentí esperanzas. El paso del tiempo me juega a favor.

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