Fragmento de «La estafa de la feminidad» de Lala Pasquinelli
Muy vinculado con la amabilidad está el asunto del silencio. La que abre la boca pierde belleza inmediatamente. La belleza necesita nuestro silencio. La mujer bella es la que no molesta, no dice nada. Las mujeres que dicen, que abren la boca, son feas y malas (las malas, obviamente, siempre son feas). Las chicas lindas no hablan, no tienen nada para decir ni ideas para exponer, y, si las tienen, no hace falta que las digan.
Una recorrida por los perfiles en redes sociales de las mujeres íconos de la belleza contemporánea nos da una idea clara de esto. Fotos posando en las que muestran sus hermosos cuerpos y ninguna palabra. Nada que decir. Silencio absoluto. Hasta hace poco, cuando los ideales se construían con las imágenes de las estrellas del mundo de la moda y el espectáculo en las tapas de revistas, las mujeres todavía hablaban, por supuesto solo sobre belleza, amor romántico y heterosexual y maternidad, pero había palabras, aunque fuera un relato homogéneo. Ya no. Hoy alcanza solo con la imagen.
Esta gestualidad es imitada y repetida por millones de jóvenes, adolescentes e incluso niñas que a lo largo y ancho del mundo suben a sus redes sociales fotos de sí mismas que imitan la gestualidad y el silencio. Se exponen como objetos mudos para ser evaluadas por su apariencia. En contraposición, se va construyendo el estereotipo de la que habla como la fea. La mujer que tiene algo para decir, la que es inteligente, comprometida, tiene ideas y las expresa, la que se queja, grita o milita causas justas es la «incogible». ¿Cuántos memes y chistes sobre que las feministas son feas circulan por todos lados? ¿Cuántas veces escuchamos que nos hacemos feministas porque somos feas?
Esos comentarios y «chistes» tienen una historia muy interesante: nacieron en respuesta al movimiento sufragista del siglo XIX. La idea que subyace es que si decimos, reclamamos y exigimos nuestros derechos, si tenemos una voz y la pretensión de usarla, es porque somos feas; y ser feas nos resiente contra el mundo y la belleza de las otras. Por el contrario, si fuéramos lindas, el mundo nos trataría bien y no tendríamos de qué quejarnos. Como dice la periodista Luciana Peker en su libro Sexteame, las que decimos, somos «incogibles» por decir, desear y pensar.
Si querés hablar, aunque sea lo mínimo, y seguir siendo linda, bueno, hablá suave, poco, bajo, y decí cosas que no molesten a nadie. Una mujer que alza la voz, que grita, se enoja, pone límites y pretende ser escuchada será excluida del paraíso de las lindas, buenas y queridas.
Ser bellas es ser silenciosas, o hablar con un tono sensual o suave, bajo, y decir cosas que no incomoden. Tanto es así que hay cursos para que las mujeres trans modulen su voz y puedan hablar «como mujeres», con el mismo tono y suavidad que se supone que tenemos todas.
No es casual que la belleza implique silencio en un mundo en el que somos explotadas, aplastadas y diezmadas.
Convenientemente, la belleza nos exige callarnos.
Y por otro lado, y en la misma lógica, la supuesta falta de belleza va a ser una excusa para silenciarnos, ya que cuando pretendemos tener una voz, en el sentido de expresar ideas, pensar o intentar ocupar espacios históricamente reservados a los varones, en general somos humilladas por esa pretendida falta de belleza: por gordas, por viejas, por la forma de vestirnos, por usar mucho o poco maquillaje, por no teñirnos el pelo o teñirlo demasiado, por (inserte lo que corresponda)… la lista es infinita.
Algunos ejemplos: en 2015 un grupo de mujeres astronautas iba a realizar una misión espacial de ocho días. En la conferencia de prensa, un periodista les preguntó a las astronautas si iban a poder ‐ sobrevivir sin maquillaje. (3) En Argentina, se comentó la forma de vestirse de la ex presidenta Cristina Fernández en notas de todos los medios de comunicación durante sus dos mandatos. A la ex gobernadora de la provincia de Buenos Aires María Eugenia Vidal se le criticaba el largo de su pollera y se comentaba si había bajado o subido de peso. A la legisladora de la ciudad de Buenos Aires Ofelia Fernández se la ha hostigado a diario en redes sociales por su apariencia, e incluso una periodista con altísima visibilidad se ha referido a ella como «Miss Mondongo» en televisión abierta. A la política Elisa Carrió se la denuesta llamándola gorda, a la ex ministra de Salud Carla Vizzotti, por la ropa que usa, y así podríamos seguir páginas y páginas.
No ha sucedido jamás algo parecido respecto de ninguno de los presidentes, legisladores, gobernadores, ministros, diputados o políticos en general que ha tenido nuestro país. Jamás se ha hablado de su peso, de si la ropa que usan les queda bien o mal, de si el traje lo tienen que usar más corto o más largo, más ceñido o suelto o de qué color.
El mandato de belleza sirve para marcarnos la cancha, para recordarnos que poco importan nuestras habilidades, pensamientos o capacidades; lo único relevante es que paguemos la deuda de belleza que tenemos con el mundo: cualquiera tiene en sus manos el pagaré para reclamarnos ese crédito de una manera violenta y humillante, en especial si pretendemos tener una voz y usarla.
Hay otra forma en la que el ideal de belleza modela nuestra voz y nos silencia que tiene que ver con la invisibilidad. En la campaña #HermanaSoltáLaPanza de 2022-2023 preguntamos a las compañeras si les gustaba cómo salían en las fotos. Más del 80% dijo que no y que trataba de no salir, de taparse con personas o cosas, o directamente borrarse con edición digital para eliminar el registro de sí mismas.
La vergüenza nos lleva a desaparecernos a nosotras mismas, a llamarnos a un silencio que no es solo el de la voz sino el de no aparecer en el mundo. Ocultar nuestros cuerpos, hacernos invisibles para que nadie nos violente, para no sentir tanta vergüenza, para que no se use la excusa de nuestra inadecuación para castigarnos, y así nos desaparecemos nosotras mismas del registro visual de la historia.