Hace veinte años formé parte de un grupo de esposas de estudiantes extranjeros en una universidad de Estados Unidos. Ser una esposa migrante no me resultaba fácil y ese conjunto de mujeres era el único lugar en el que no me sentía extranjera. Cada miércoles, nos juntábamos en el Centro de Recursos para las Mujeres de la Universidad. Paris, una empleada no docente de la facultad, era quien coordinaba los encuentros y las proponía actividades.
Cuando fue su cumpleaños, mis compañeras tuvieron la idea de organizar un festejo sorpresa. Y, como parte de la diversión, le iban a pedir a Paris que nos definiera a cada una con una palabra. Yo me sentía incómoda con la propuesta. En parte, porque me parecía que pedirle algo el día de su cumpleaños era una descortesía y también porque me daba miedo lo que pudiera decir de mí.
Todavía me acuerdo de esa tarde como si fuera hoy. Si bien al principio se negó a la propuesta, le resultó imposible resistirse a la insistencia de ese grupo de mujeres eufóricas. Y así fue como a cada una le dijo un adjetivo. Yo estaba ansiosa, pero a medida que iba describiendo a las compañeras, me sentía más cómoda. Paris era amable y lograba una precisión amorosa en cada calificación.
No obstante, cuando fue mi turno, me sentí devastada. Yo, a diferencia de las otras mujeres, no fui conceptualizada como hermosa, valiente, cálida o profunda. A mi me tocó witty. Cuando escuché la palabra, pensé en el programa “La isla de los wittys”, del que recordaba unos muñecos bastante feos. Pero lo peor de todo era que no entendía qué significaba ese término desconocido para mí. Pedí ayuda a una chica que hablaba muy bien inglés y me dijo que significaba opinionated. Esa palabra si la conocía. Se podría traducir como dogmático. Todavía me acuerdo la vergüenza que sentí, que me duró varios días y de la que sólo me pude reponer a fuerza de prometerme a mí misma que iba a cambiar. Y callarme la boca iba a ser el primer paso.
Muchos años después, la palabra opinionated volvió a buscarme. Estaba discutiendo con mi marido y él me decía que yo era demasiado opinionated. Sí, en inglés. Al escucharlo me quedé sin palabras. Les juro que yo pensaba que estaba más aplacada y que me medía bastante en lo que decía. Es más, en ese intercambio, yo le contaba a él que no decía ni un cuarto de todo lo que pensaba. No les puedo describir la cara de incredulidad de ese hombre. Claramente había una disociación entre mi percepción y la de aquellos que me rodeaban.
Y en estos días de escritura, retornó a mi mente la palabra witty. Hacía veinte años que no sabía a ciencia cierta que significaba. Fui a internet y ante mi sorpresa la traducción que se me ofrecía era ingeniosa. No lo podía creer. Así que recurrí al diccionario Oxford para confirmarlo. Este decía que witty es un adjetivo calificativo que se caracteriza por dar una respuesta verbal rápida y pícara. Cuando lo leí, se me llenaron los ojos de lágrimas. Me acordé de esa joven que fui, pensé en esta mujer que voy siendo y reflexioné en los silencios que sostuve y en las palabras que dije. Sentí orgullo de algunas situaciones, lamenté otras. Y me di cuenta que no tengo una receta infalible sobre cuando quedarme callada y en qué momentos alzar mi voz. Hay algo de imprevisible, de nunca estar segura de los efectos de las palabras y los silencios. Ni de cuándo emplearlos.
Hace veinte años hubiera preferido que me definieran con una palabra simple, que entendiéramos todas. Ante el equívoco del lenguaje, interpreté lo que venía escuchando a lo largo de toda mi vida: que soy demasiado directa, que a veces mis palabras son agresivas, que tengo que aprender a quedarme callada. Hoy, agradezco ese regalo en forma de adjetivo que en su momento no entendí y registro que muchas veces fui witty. Y que esa característica que reconozco en mi misma jugó a mi favor, especialmente para decir algunas cosas.
Nuevamente habito un grupo de mujeres y destaco la importancia que tiene en mi vida. Pienso en nosotras y me doy cuenta que parte de nuestro recorrido se sostiene en acompañarnos a cuestionar los mandatos, resistirnos a aceptar pasivamente las etiquetas que nos quieran poner y a generar conversaciones que nos permitan vivir una vida en nombre propio y a favor de todas. Lo contrario a que nos definan en una palabra.
Y en esta época en la que parece que el destino de las mujeres es volver al silencio, me abrazo a la palabra witty y pienso que no todo está perdido. Y lo digo a partir de una situación de hace unos días. Estaba escuchando en una entrevista a la escritora Marcela Piñeiro en la que la autora hablaba de su nuevo libro de no ficción. Junto a Eugenia Zicavo, la entrevistadora, conversaban sobre la pertinencia de una compilación de artículos previamente publicados. Piñeiro compartía sobre su proceso de trabajo y destacó que al único texto que consideró que había que darle una vuelta era uno en el que compartía su experiencia con el envejecimiento. Decía que a partir de los cuestionamientos de los feminismos sobre los mandatos de belleza y juventud, ella ya no pensaba lo mismo que hacía diez años y que eso debía ser consignado en el nuevo libro. A lo que la periodista, con complicidad y reconocimiento, agregó: “Claro! Soltá la panza, hermana”.