Cuando surgió la posibilidad de escribir sobre la amabilidad me pareció un temazo. Y pensé que me iba a resultar facilísimo compartir al respecto. No obstante, no está siendo así. Ya voy por el décimo párrafo que no se transforma en nada, que queda ahí estancado. Entonces, miro la pantalla y noto que el tema de la amabilidad me es difícil, ya que recuerdo situaciones en las que ésta no se me presentó tan clara y fue más un enigma que una certeza.
Y ante mi desorientación, fui al diccionario. La RAE me dice: Cualidad de ser amable, que se define como: 1. Digno de ser amado, 2. Afable, complaciente, afectuoso.
Al leerla, me doy cuenta de que si bien en mis recuerdos más felices la amabilidad fue un condimento indispensable, muchas veces fui afable y complaciente para ser digna de ser amada. Y también lo fui para protegerme, para mostrarme mansita frente a personas a las que le tenía miedo. O a las que no temía, pero sospechaba que un paso en falso podía ponerme en una situación no deseada. Por lo tanto, la amabilidad, se me presentaba también como un recurso para evitar lo temido. Spoiler alert: No funcionó.
Y mientras sigo pensando, reflexiono en el hecho de que vivimos en un país en el que el 56% de la población votó a un señor que hizo campaña con una motosierra en la mano. ¿Hay algo menos amable que una motosierra?
Y en este escenario me pregunto qué lugar hay para la amabilidad. Reconozco que estoy dolida por tener que vivir en esta realidad que muchas veces me deja agotada e irascible. Entonces, para no caerme, me aferro a cosas chiquitas y así recurro al por favor y al gracias como modos indispensables de relacionarme. Con esas palabras en la punta de la lengua socializo con las personas con las que me cruzo. Cuando las digo, apuesto a que no todo está tan roto y que en los pequeños gestos podríamos salvarnos.
No obstante, me cuido de no confundir ser amable con ser complaciente. Ya no fuerzo sonrisas ni intento sostener situaciones que hagan sentir bien al otro y mal a mi. Así fui transformando relaciones, aceptando que algunos vínculos no van a ser “como deberían” y, en cierta medida, me di cuenta que no tengo fuerzas ni ganas de ser amable a toda costa. Y esta actitud me permitió actuar a favor mío. Entonces noto que si para ser amable tengo que ser desagradable conmigo misma, hay algo de la amabilidad que no está fluyendo equitativamente.
En tanto, me vienen a la mente recuerdos de amabilidades compartidas, esas que me dicen que se puede ser feliz inclusive en esta época. Por lo tanto, lo que más destaco es mi necesidad de habitar espacios amables, que funcionen como un taller de vida y dignidad. Es ahí donde pienso en nosotras, compañeras, que en cada encuentro insistimos en sostener la amabilidad. Y así la ponemos en práctica: hablamos en nombre propio, pensamos si lo que decimos va a ser constructivo para quienes nos escuchan, intentamos ser generosas con el tiempo y la palabra, damos por sentado que la compañera es alguien que tiene algo válido para decir y su opinión merece nuestro respeto. De este modo construimos un espacio amable, que habitamos con orgullo y defendemos amorosamente cada vez que nos conectamos.