Hasta la vista, baby

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Soy un frío rompecorazones 

Apto para destruir y te voy a romper el corazón en dos

Y te voy a dejar tirada en la cama

Voy a cruzar la puerta antes de que te despiertes

Eso no es nuevo para vos

Porque, me parece, los dos vimos la misma película.

You could be mine – Guns ‘n’ Roses 

Desde que hubo un revival de Terminator en la conversación pública yo no paro de tararear la canción You could be mine, que fue el tema estrella de la banda de sonido de la película Terminator II.  Y mientras lo hacía me acordé del día que mi papá me llevó a verla al cine. Corría el año 1991 y yo tenía 11 años.  Todavía me acuerdo de ese día como si fuera hoy: el sol brillaba mientras la Avenida Santa Fé nos recibía ancha y majestuosa y yo estaba exultante de felicidad.  Ir al cine era un planazo.  Estar con mi papá era un planazo.  El, en esa época era marino mercante y siempre estaba llegando o yéndose.  Tenerlo era un lujo.  Cuando mi papá estaba yo era feliz.  

Al tomarse la decisión de abrir la conversación sobre los padres traté de pararla, diciendo que el boletín salia en julio, que el Día del Padre ya habría pasado. Pero las compañeras insistieron en que seguramente los efectos de ese día iban a perdurar, más allá de que el día propiamente dicho durara las 24 hs de un domingo de junio.  Así que acá estoy.

Y me pregunto si sirve que les cuente a ustedes de ese papá que tuve en los 80, que trasladaba a todo tercer grado desde el colegio a la plaza y que tomaba café con las mamás del colegio.  ¿Les cuento de ese papá que no tenía un mango y me llevaba a recorrer librerías de la Avenida Corrientes con la promesa de que cuando pudiera me iba a comprar un libro y que esos paseos de pobreza eran en realidad un exhaustivo estudio de mercado?  ¿Les cuento que mi papá, a diferencia de otros padres separados, estaba todos los días instalado en la casa de mis abuelos y usaba el baño, la cocina y el televisor como si viviera ahí?  ¿Qué se puede decir de un padre? ¿Qué puedo decir yo de mi padre? 

Hasta hace poco les hubiera contado que él se tuvo que ir del país en los 90 porque se había quedado sin trabajo y acá no conseguía.  Que por eso se había ido, que por él se hubiera quedado, pero que no lo dejaron, que el menemismo lo expulsó.  De los 2000 les hubiera dicho que él quiso volver, pero que vivir en CABA era imposible, por lo cara que es.  De la década del 2010 hubiera argumentado que le iba bien, que vivía dignamente en una de las provincias más pobres de la Argentina. De los 2020 les hubiera dicho orgullosa que había salido definitivamente adelante, que tenía un emprendimiento del que se mantenía prósperamente, que era feliz.  Y hubiera terminado el relato sosteniendo que él fue un padre muy presente, a pesar de que no compartimos la diaria por más de treinta años.  Yo, hasta hace poco, tenía la certeza de que contaba con mi papá, que él me iba a ayudar, que siempre iba a estar conmigo.

Mientras escribo esto pienso que los relatos son como las fotos, en las que resalta la imagen pero queda excluida la persona que elige el ángulo, recorta la imagen, sostiene la cámara y, en definitiva, aprieta el botón. Es decir, quien arma la escena. Y que lo que queda por fuera es tan importante como la foto en sí misma.

Cuando llego a casa tarde

No me preguntes donde estuve

Limitate a agradecerle al universo que volví

You could be mine – Guns ‘n’ Roses

La última vez que estuve con mi papá fue el año pasado.  Nos encontrábamos después de cuatro años sin vernos.  Yo estaba contenta.  Mi marido ponía lo mejor de sí.  Mi hijo hacía de cuenta que lo conocía, como si no fuera la tercera vez que lo veía en su vida. Sonreíamos ante el relato de  sus logros laborales, de los que se jactaba como si fuera la encarnación misma de la meritocracia.  Se presentaba como un self-made man, paradigma de la masculinidad hegemónica.  Y nosotros asentíamos, en un intento de no soplar fuerte para que no se cayera el personaje de cartón que representaba.

Todo venía bien, hasta que me quedé sola con mi papá y mi medio hermano.  Ellos compartían el sillón y yo los enfrentaba sonriente, complaciente.  Yo anhelaba que me preguntara cómo estaba, quién era yo, más allá de la casa, el hijo amoroso y el marido exitoso.

En cambio, mi papá eligió hablar de las ideas de Milei.  Entonces, como una película de los 90 en la que la protagonista ve su propia vida en imágenes y le cae una ficha que termina un rompecabezas que ya no se desarma, miré a mi papá y vi que la fantasía que yo tenía de él no coincidía con la realidad.  Y no me pude mentir más a mi misma. Mi papá no sólo llevaba más de treinta años haciendo como que estaba, sino que podía tomar decisiones que me perjudicaban.  

A pesar de que no quería arruinar ese encuentro tan anhelado no me quedé callada y dije lo que pensaba.  Todavía creía que mi papá me quería incondicionalmente y que siempre iba a estar para mi, me iba a cuidar y proteger  y, en un acto de incondicionalidad paterna, se iba a dar cuenta de que eso que él apoyaba me perjudicaba.  

Eso no pasó.

Porque pudiste ser mía

Pero te pasaste demasiado de la raya

Con las cosas de mierda que decis todo el tiempo sin parar

You could be mine – Guns ‘n’ Roses

Ayer fue el Día del Padre y yo no saludé al mío.

Después de la última vez que nos vimos, hablamos brevemente para desearnos feliz cumpleaños, en Navidad no tuve fuerzas para atender el teléfono y Año Nuevo se resolvió en un frío mensaje.  Esa fue la última vez que mi papá me habló.  Hace poco, lo llamé por teléfono, preocupada porque su provincia se estaba incendiando y no respondió.  Me preocupé. Pensé que le había pasado algo.  No podía creer que no me atendiera.  Yo soy su hija.  ¿Cómo no se le atiende el teléfono a una hija? 

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