Las comparaciones

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Cuando era chica me encantaba que mi mamá me contara cosas de cuando era aún más chica. Y una de mis anécdotas favoritas es la de la vez que me solté de su mano en plena avenida y corrí a patearle los zapatos a otra nena de mi edad. Ella tenía unos rosa que eran una hermosura, a diferencia de los míos: negros, ortopédicos, pesados. Nada que ver con la moda de los 80. 

Yo siempre había sido una nena buena, obediente, que no traía problemas. Así que ese acto de agresividad fue visto por mi mamá con mirada benévola y hasta algo de alivio. Ella, que siempre fue medio existencialista, justificó mis acciones por la envidia natural que sentimos los seres humanos. Y yo no era la excepción. 

Hace poco, me llegó una invitación para un evento de ex alumnas. Recibirla me introdujo a personas y situaciones que, pensaba, había olvidado. De repente, empecé a fantasear con encuentros con ciertas compañeras: como estarían ahora, donde vivirían, qué cuerpo, pelo y cutis tendrían a los casi 50. ¿Estarían viejas? ¿Les habrá ido bien en la vida? Y las empecé a medir con la vara de lo hegemónico, que hacía mucho tiempo que no usaba. A ellas y a mí. Así me introduje en un espiral mental en el que me empecé a evaluar como si fuera un científico inspeccionando a una mosca. Después me puse a pensar que me iba a poner. Me imaginé en el shopping comprando ropa. Mi cuerpo, al que había dejado de calificar hacía bastante tiempo, no era el adecuado para afrontar ese encuentro. Mis canas, me daban vergüenza. Hasta fantaseé un turno en la peluquería, previo al evento. Me comparaba, ya no con mis compañeras, sino con un evento en el que yo era insuficiente.

Me preguntaba como era posible que siendo feminista estuviera metida en esta situación. Al final, parecía que no había escapatoria a que las minas compitamos entre nosotras. Y mientras la vida continuaba empecé a notar otras cosas. Por ejemplo, estaba buscando bibliografía para un trabajo y me encontré con dos textos que me encantaron. A uno, lo sentía familiar, había algo de la cadencia en la escritura que me daban ganas de seguir leyendo. Los conceptos se entrelazaban con armonía y yo me sentía bien, más allá de la complejidad del tema. De repente, me doy cuenta que la escritora era una amiga y me puse contenta. Sentí orgullo y también agradecimiento de que ella esté en mi vida. Y al terminar de leer el segundo texto, noté que había sido traducido por otra amiga muy querida. Nuevamente, me sentí orgullosa y agradecida. Sensaciones que ya había tenido otras veces. Recordé el disfrute del Taller de Escritura Creativa, en el que me encuentro con compañeras que son más talentosas que yo (nuevamente la comparación), y me nutro de lo escrito, de las conversaciones, dándome cuenta de lo importante que son ellas en mi proceso creativo. Al final, no soy una arpía competitiva. Al menos, no todo el tiempo ni en todos lados.

Nuevamente vuelve el tema de la comparación y el lugar que ocupa en mi vida. Estoy hablando con mi marido, discutiendo una cosa supuestamente banal, pero profundamente política. Me acordé de un videito de Ernesto Tenembaum, que decía algo parecido a lo que decía yo. Consideré compartirlo con mi marido. Pensé en el periodista y en mí como sujetos que emiten enunciados. Nos comparé. Reflexioné sobre los discursos de autoridad. Pero más que nada, en la alianza entre varones. Compararme con Tenembaum me sirvió. 

Y recordé un artículo de Carol Hanisch en el que explicaba cómo surgió la frase «lo personal es político”. Cuenta que la puesta en común de las experiencias de las mujeres y la comparación subyacente de la vida de cada una, fue lo que les permitió darse cuenta de que lo que sufrían individualmente era, en realidad, un problema compartido por todas.

Entonces, me percaté de que las comparaciones no son tan malas. Ni las mujeres tan chotas.

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