El consumo para nosotras es un temón. Nos ata de pies y manos, nos arrebata recursos y, a la vez, lo asociamos con la dignidad, con el poder, con el acceso a ciertos espacios de privilegio.
Soy consumidora, no hay alternativa. Consumo electricidad, agua, internet, comida, medicamentos, ropa, entretenimiento. Consumo para satisfacer mis necesidades y, también, mis deseos.
Cuando alguna de mis necesidades básicas está insatisfecha, me siento carente, vulnerable, descuidada. Tener hambre o sueño para mí es terrible, un drama. El problema me parece que es cuando me siento así por no satisfacer un deseo. Tengo derecho a desear, por supuesto, y me encanta satisfacer mis deseos. Pero lo que no quiero es sentirme igual de mal cuando no satisfago un deseo que cuando no satisfago una necesidad. Y me parece que socialmente nos taladran tanto el cerebro con el consumo, que puedo confundirme y creer que comprarme un pantalón, una lámpara y unos rollers nuevos, es una necesidad en vez de un deseo. Me siento una pobrecita si no puedo comprar todo eso. O peor todavía, lo compro igual y junto con la alegría me viene un sabor amargo.
La idea de “negociación conmigo misma” de Clara Coria creo que me ayuda para lidiar con todo esto. Primero, porque ella enfatiza que todo tiene un costo. Todo. Hay costos que intentamos no ver aunque sean obvios o a los que les damos menos peso del que realmente tienen.
También para darme cuenta de que puedo tomar decisiones. Puedo, ser sincera conmigo misma respecto de qué es lo que realmente necesito en cada momento y también elegir de qué modo satisfago mis necesidades. Y respecto de mis deseos, puedo elegir cuáles satisfacer, cuándo y cómo. Puedo postergarlos sin sentir que me estoy privando de algo vital porque no lo es.
Yo necesito contar con recursos económicos de mi propia disponibilidad para vivir tranquila. Entonces, al costo económico de mis consumos, intento sumarle el costo que significa, para mí, en este momento, que mis recursos económicos se reduzcan y la intranquilidad que eso me genera. Ese costo emocional creo que es uno de esos costos ocultos, escurridizos, que quiero tapar cuando las ganas de comprarme otro par de zapatillas me invade y parece que me controla.
Me propuse mirar mi placard con cariño y valorar mi ropa, la historia detrás de cada prenda más o menos usada, también mi biblioteca con libros aún por leer. A las cremas y ungüentos, quiero usarlos todos hasta que se terminen y recién ahí comprar alguno nuevo.
Arreglar lo que se rompe me da satisfacción y me rescata del consumo. El otro día una ventana de mi casa se trabó y tiene un sistema complejo. Me llevó su tiempo, pero tomé coraje, miré instructivos en youtube y la pude arreglar sin tener que pagarle a nadie. Fue tiempo destinado a algo valioso para mí y me dio una satisfacción y una alegría desbordantes (literalmente anduve a los saltos cantando mi proeza por mi casa). También atesoro como parte de este proceso la conversación que mantuve la semana pasada con una ferretera para compartir saberes sobre encolado de muebles de madera flojos o rotos y sobre cómo quitar pintura chorreada sin dañar la superficie.
No me quiero engañar, no nos engañemos. En nuestra fantasía, podemos pensar que nos merecemos todo, que cada cosa que compramos es absolutamente necesaria o es lo que nos va a hacer finalmente felices. Sabemos que no es así. Que el tiempo y el dinero son recursos limitados, en especial, para las mujeres. Cuidarnos también es cuidar nuestros recursos para darnos tranquilidad a nosotras mismas, para poder hacer cosas que de verdad necesitamos, nos den alegría o lo que sea que queremos y podemos para nosotras mismas en nuestra vida y, también, para otras mujeres.