Maya Angelou
Traducción de Carlos Manzano
Libros del Asteroide, Séptima Edición, Barcelona, España, 2018
Los niños de Stamps temblaban visiblemente al imaginárselo. Algunos adultos estaban también entusiasmados, pero lo que es seguro es que los jóvenes habían contraído la epidemia de la graduación. Se iban a graduar cursos numerosos de primaria y secundaria. Incluso los que estaban ya muy alejados del día de su gloriosa liberación estaban deseosos de ayudar con los preparativos, como si se tratara de un ensayo general. La tradición exigía que los alumnos del tercer curso de secundaria que iban a ocupar los pupitres de las clases desalojadas mostraran sus dotes de mando y organización. Se pavoneaban por la escuela y los patios apremiando a los de los cursos inferiores. Su autoridad era tan reciente, que a veces, si apretaban demasiado, no había que tenérselo en cuenta. Al fin y al cabo, se acercaba el próximo curso y nunca venía mal a un alumno de sexto de primaria tener una «hermana» de juegos en octavo ni a un estudiante de segundo de secundaria poder decir de uno de cuarto: «Es mi plas». De modo que se sobrellevaba todo con espíritu de comprensión mutua, pero los cursos que estaban a punto de graduarse eran la nobleza. Como los viajeros que van a destinos exóticos, los graduados estaban extraordinariamente olvidadizos. Venían a la escuela sin libros o las libretas o incluso los lápices. Surgían voluntarios que se volcaban en conseguirles lo que les faltaba. En el momento de aceptarlos, podían dar o no las gracias a los voluntariosos compañeros, cosa que carecía de importancia en los ritos de la pregraduación. Hasta los profesores se mostraban respetuosos para con los veteranos, ahora sosegados y más maduros, y solían hablarles como a personas solo ligeramente inferiores a ellos. Después de que se hubieran devuelto los exámenes y se hubiesen comunicado las calificaciones, el estudiantado, que actuaba como una familia extensa, sabía quiénes habían quedado bien, quiénes habían destacado y quiénes eran los pobres que habían fracasado.
A diferencia del instituto de bachillerato de los blancos, la Escuela de Formación Profesional del Condado de Laffayette se distinguía por no tener ni césped ni setos, ni pista de tenis ni hiedra. Sus dos edificios (clases principales, enseñanza primaria y economía doméstica) estaban situados en una colina pelada y sin una cerca que la delimitara de las granjas adyacentes. A la izquierda de la escuela, había una gran explanada que se usaba, alternativamente, de campo de béisbol o pista de baloncesto. Los aros oxidados en unos postes poco firmes representaban el material recreativo permanente, aunque se podían pedir bates y pelotas al profesor de Educación Física, si el solicitante reunía los requisitos para ello y si no estaba ocupada la pista.
Por aquella zona pedregosa, atemperada por las sombras de unos pocos caquis altos, se paseaba el curso que iba a graduarse. Las chicas con frecuencia iban de la mano y ya no se molestaban en hablar con los alumnos de cursos inferiores. Tenían expresión melancólica, como si aquel antiguo mundo no fuera su elemento y estuviesen destinadas a escenarios superiores. En cambio, los chicos se habían vuelto más cordiales y más sociables: un cambio manifiesto respecto de la actitud de reserva que mostraban mientras estaban estudiando para los exámenes finales. Ya no parecían puestos a abandonar la antigua escuela, los senderos y las aulas familiares. Solo un pequeño porcentaje de ellos iban a pasar a la enseñanza superior: en una de las escuelas de formación profesional del Sur, que preparaban a los jóvenes negros para ser carpinteros, granjeros, mozos, albañiles, criadas, cocineras y niñeras. Su futuro representaba una carga pesada sobre sus hombros y los privaba de la alegría colectiva que había estado omnipresente en la vida de los chicos y las chicas del curso a punto de concluir su bachillerato elemental.
Los padres que podían permitírselo habían encargado zapatos y ropa de confección nuevos a Sears and Roebuck o Montgomery Ward. También encargaban a las mejores costureras los vaporosos vestidos para el día de la graduación y el arreglo de pantalones de segunda mano, que con el planchado quedarían tan impecables como un uniforme militar, para tan importante acontecimiento.
Importante lo era, ya lo creo. Asistirían blancos a la ceremonia y dos o tres hablarían de Dios, la patria y la forma de vida sureña y la señora Parsons, esposa del director, tocaría la marcha de la graduación, mientras los dos cursos inferiores desfilarían por los laterales y se sentarían debajo del estrado. Los graduados de la enseñanza secundaria esperarían en aulas vacías el momento de hacer su espectacular entrada.
En la Tienda yo era la persona importante, la niña en el día de su cumpleaños, el centro de la atención. Bailey se había graduado el año anterior, si bien había tenido que abandonar todos los placeres para recuperar el tiempo perdido en Baton Rouge.
Mi clase iba a llevar vestidos de piqué amarillos y la yaya se dedicó a hacer el mío con el mayor esmero. Frunció el canesú con bordados entrecruzados y después el resto del corpiño. Sus obscuros dedos entraban y salían por la tela de color limón, mientras bordaba margaritas en relieve en torno al dobladillo. Antes de dar por terminada su labor, añadió un puño de ganchillo en las mangas abullonadas y un cuello puntiagudo, también de ganchillo.
Iba yo a estar preciosa: un modelo ambulante de todos los diversos estilos de la costura fina y no me preocupaba tener solo doce años y graduarme simplemente de octavo. Además, muchos de los maestros de las escuelas de negros de Arkansas solo tenían ese diploma y estaban autorizados a impartir instrucción.
Los días se habían hecho más largos y dignos de atención. El color beige pálido de antes había quedado sustituido por colores intensos y marcados. Empecé a ver los vestidos de mis compañeras, los tonos del color de su piel y el polen que soltaban los sauces. Las nubes que recorrían, indolentes, el cielo eran objeto de gran interés para mí. sus tornadizas formas podían encerrar un mensaje que, con mi nueva felicidad y un poquito de tiempo, no tardaría en descifrar.
Durante aquel periodo contemplé la bóveda celeste tan religiosamente que tenía un dolor de cuello permanente. Había empezado a sonreír con mayor frecuencia y las mandíbulas me dolían por esa actividad inhabitual. Supongo que entre los dos puntos doloridos, podría haberme encontrado mal, pero no era así. Como miembro del equipo vencedor (el curso que se graduó en 1940), había alejado las sensaciones desagradables a millas de distancia. Había puesto rumbo a la libertad de los campos abiertos.
La juventud y la aprobación social se aliaron conmigo y cortamos el paso a los recuerdos de desprecios e insultos. El viento de nuestro rápido paso me remodeló las facciones. Las lágrimas olvidadas quedaron reducidas a barro y después polvo. Los años de retraimiento quedaron atrás, olvidados como colgajos cubiertos de parásito musgo.
Mi trabajo por sí solo me había granjeado un puesto destacado y me iban a llamar entre los primeros en la ceremonia de graduación. En la pizarra del aula, así como en la lista de calificaciones de la sala de actos, había estrellas azules, blancas y rojas —ni faltas de asistencia ni retrasos– y mi labor académica era una de las mejores del año, Podía recitar el preámbulo de la Constitución más de prisa incluso que Bailey. Con frecuencia medíamos el tiempo: «Nosotros el pueblo de los Estados Unidos para formar una unión más perfecta…». Me había aprendido de memoria los presidentes de los Estados de Washington a Roosevelt, por orden cronológicos y alfabético.
Mi pelo también me gustaba. La negra masa había ido alargándose y espesándose gradualmente, por lo que no se deshacían las trenzas y no me arrancaba el cuero cabelludo cuando intentaba peinarme.
Louise y yo habíamos ensayado los ejercicios hasta quedar exhaustas. El primero de la clase, Henry Reed, era el encargado de pronunciar el discurso de despedida. Era un muchacho bajo y muy negro, de ojos hundidos, nariz larga y ancha y cabeza de forma extraña. Yo llevaba años admirándolo, porque todos los finales de curso competíamos por las mejores notas de nuestra clase. La mayoría de las veces me superaba, pero, en lugar de sentirme decepcionada, me gustaba que compartiéramos los primeros puestos entre los dos. Como muchos chicos negros sureños, vivía con su abuela, que era tan estricta como la Yaya y tan bondadosa como esta podía serlo. Era atento, respetuoso y afable con las personas mayores, pero en el recreo elegía los deportes más violentos. Yo lo admiraba. Cualquiera que estuviese suficientemente atemorizado o fuera lo bastante obtuso podía —pensaba yo— ser educado, pero poder actuar con el máximo de capacidad tanto con los adultos como con los niños era admirable.
Su discurso de despedida se titulaba «Ser o no ser». El rígido profesor de segundo de secundaria le había ayudado a escribirlo. Había pasado meses preparando los énfasis dramáticos.
Las semanas que habían de transcurrir hasta la graduación estuvieron llenas de actividades frenéticas. Un grupo de niños pequeños iba a representar una obra sobre ranúnculos, margaritas y conejillos. Se los oía en todo el edificio practicando sus brincos, que sonaban como campanillas de plata. A las chicas mayores no graduadas, se les había dado la tarea de preparar refrigerios para las festividades de la noche. Un penetrante aroma a jengibre, canela, nuez moscada y chocolate flotaba en torno al edificio de los cursos de economía doméstica, mientras las incipientes cocineras hacían muestras para catarlas junto con sus maestros.
En cada rincón del taller, los muchachos de la carpintería cortaban madera con hachas y sierras para hacer decorados. Los únicos que no participaban en el bullicio general eran los graduados. Teníamos libertad para quedarnos sentados en la biblioteca de la parte trasera del edificio o contemplar —desde lejos, claro está— las medidas que se adoptaban para nuestro acto.
Hasta el pastor predicó sobre la graduación el domingo anterior. Su tema fue: «Haced brillar tanto vuestra luz, que los hombres vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre, que está en los Cielos». Aunque el sermón iba dirigido, en principio, a nosotros, aprovechó la ocasión para dirigirse a los poco aplicados, los que se dedicaban a juegos de dinero y, en general, a los zoquetes, pero, como había dicho nuestros nombres al comienzo del oficio, no nos importó.
Entre los negros, existía la tradición de hacer regalos a los niños que simplemente pasaban de un curso a otro. Mucho más importante era cuando la persona se graduaba en los primeros puestos de la clase. El tío Willie y la Yaya habían encargado un reloj del ratón Mickey como el de Bailey. Louise me regaló cuatro pañuelos bordados. (Yo le regalé tres servilletas hechas con ganchillo.) La señora Sneed, la esposa del pastor, me hizo una enagua para que llevara el día de la graduación y casi todos los clientes me dieron cinco o incluso diez centavos con el comentario: «Sigue superándote», o alguna otra expresión de aliento.
Por fin, cosa asombrosa, amaneció el gran día y, antes de que quisiera darme cuenta, ya había saltado de la cama. Abrí de par en par la puerta trasera para verlo con mayor claridad, pero la Yaya dijo: «Nena, apártate de esa puerta y ponte la bata».
Deseé que el recuerdo de aquella mañana nunca me abandonara. La luz del sol estaba aún naciendo y el día no tenía la intensidad que le infundiría su maduración al cabo de unas horas. Enfundada en mi bata y descalza en el patio trasero, so pretexto de ir a ver cómo iban mis judías tiernas, me abandoné al calor, aún no intenso, y agradecí a Dios que, pese a las malas acciones que hubiera cometido en mi vida, me hubiese permitido vivir para ver aquel día. En algún momento, con mi fatalismo, había pensado que moriría accidentalmente y nunca tendría la oportunidad de subir las escaleras de la sala de actos y recibir, con elegancia, el diploma que me había ganado a pulso. Gracias a la misericordia de Dios, me había granjeado el indulto.
Bailey salió en bata y me dio una caja envuelta en papel de regalo. Me dijo que había pasado meses ahorrando el dinero para pagarlo. Parecía una caja de bombones, pero yo sabía que Bailey no se hubiera gastado el dinero en comprar dulces, cuando teníamos todos los que queríamos ante nosotros.
Se sentía tan orgulloso del regalo como yo. Era un volumen encuadernado en cuero de una colección poemas de Edgar Allan Poe o, como lo llamábamos Bailey y yo, EAP. Busqué Anabelle Lee y recorrimos los senderos del jardín, para arriba y para abajo, con tierra fría entre los dedos de los pies, recitando aquellos tristes y hermosos versos.
La Yaya hizo un desayuno dominguero, a pesar de que solo era viernes. Después de concluir la bendición, abrí los ojos y encontré el reloj en mi plato. Era un día de ensueño. Todo salía bien y a mi favor. No había que recordarme nada ni reprenderme por nada. Al acercarse la noche, estaba demasiado nerviosa para hacer tarea alguna, por lo que Bailey se ofreció a hacerlo todo antes de bañarse.
Unos días antes, habíamos hecho un rótulo para la Tienda y, después de apagar las luces, la Yaya colgó del picaporte la cartulina. Decía claramente: «Cerrado por graduación».
El vestido me sentaba perfectamente y todo el mundo decía que con él parecía un rayo de sol. Por la colina, camino de la escuela, Bailey iba detrás con el tío Willie, quien le susurró: «Sigue adelante, niño». Quería que caminara delante con nosotras, porque se sentía violento de tener que caminar tan despacio. Bailey dijo que era mejor que las damas caminaran juntas y los hombres cubriesen la retirada. Todos nos reímos con simpatía.
De entre las tinieblas salieron niños como luciérnagas. Sus vestidos de papel rizado y sus alas de mariposa no estaban hechos para correr, por lo que oímos el sonido seco de más de una rasgadura y el lamento —«ay, ay» que le seguía.
La escuela resplandecía sin regocijo. Desde el pie de la las ventanas parecían frías e inhóspitas. Me embargó una sensación de inoportunidad y, si la Yaya no me hubiera cogido la mano, habría vuelto atrás, hasta donde estaban Bailey y el tío Willie y tal vez más lejos. La Yaya me preguntó en broma si me estaba entrando mieditis y me llevó a tirones hacia el edificio, ahora extraño.
Al llegar a las escaleras de la fachada, recuperé la seguridad. Ahí estaban mis compañeros, los «magníficos», el curso que se graduaba, con el pelo peinado hacia atrás, las piernas untadas de aceite, vestidos nuevos y pliegues planchados, pañuelos limpios y bolsitos de mano, todos cosidos en casa. Oh, estábamos lo que se dice impecables. Me uní a mis compañeros y ni siquiera vi a mi familia entrar y ocupar sus asientos en la abarrotada sala de actos.
La banda de la escuela inició una marcha y todos los cursos entraron en fila, como se había ensayado. Nos quedamos de pie ante los asientos que se nos habían asignado y, a una señal del director del coro, nos sentamos. Nada más hacerlo, la banda comenzó a tocar el himno nacional. Volvimos a levantarnos y lo cantamos, después de lo cual recitamos la promesa de lealtad. Permanecimos de pie unos pocos minutos antes de que el director del coro y el director del instituto nos indicaran, bastante desesperados —me pareció—, que ocupásemos nuestros asientos. La orden era tan inhabitual, que nuestro mecanismo, cuidadosamente ensayado y en perfecto estado de funcionamiento, se descompuso. Pasamos todo un minuto buscando torpemente nuestros asientos y chocando unos con otros. Los hábitos cambian o se consolidan bajo presión, por Io estado de tensión nerviosa habíamos estado dispuestos a seguir el orden habitual de nuestras himno nacional americano, después la promesa de lealtad, luego la canción que toda persona negra conocida llamaba el Himno Nacional Negro, en el mismo tono, con la misma pasión y, en la rnayoría de los casos, apoyados en el mismo pie.
Tras encontrar mi asiento por fin, me sentí presa del presentimiento de que iban a ocurrir cosas peores. Algo no ensayado, no previsto, iba a suceder e íbamos a quedar mal. Recuerdo perfectamente mi explicitación del pronombre. Éramos «nosotros», el curso que se graduaba, la unidad, lo que entonces me preocupaba.
El director dio la bienvenida a «padres y amigos» y pidió al pastor baptista que dirigiera la oración. La Invocación de este fue breve y enérgica y, durante un momento, pensé que volvíamos a adentrarnos por la senda de la actuación correcta. Sin embargo, cuando el director volvió al estrado, su voz había cambiado. Los sonidos siempre me afectaban profundamente y la voz del director era una de mis favoritas. Durante las reuniones, menguaba y llegaba debilitada hasta el auditorio. Yo no tenía pensado escucharle, pero me despertó la curiosidad y me erguí para prestarle atención.
Estaba hablando de Booker T. Washington, nuestro «difunto gran dirigente», quien había dicho que podíamos estar tan juntos como los dedos de la mano, etcétera. Después dijo algunas vaguedades sobre la amistad y, en particular, la de las personas bondadosas para con las menos afortunadas. En aquel momento su voz casi como un río que va quedando reducido a un arroyo y después a un reguero pero se aclaró la voz y dijo: Nuestro orador de esta noche, que es también nuestro amigo, ha venido de Texarkana para pronunciar el discurso de graduación, pero, a causa de la irregularidad de los horarios de trenes, después de hablar va tener que salir corriendo». Dijo que entendíamos y había de saber que estábamos de lo más agradecidos por el tiempo que podía concedernos y dispuestos siempre a ajustamos al programa de otro, o algo por el estilo, y sin más preámbulos: «Les presento al señor Edward Donleavy».
Entraron por la puerta del escenario no uno, sino dos hombres blancos. El más bajo se dirigió al estrado de oradores y el alto se acercó al asiento del centro y se sentó, pero ese era el asiento de nuestro director, ya ocupado. El caballero desplazado anduvo de un lado para otro por unos largos instantes antes de que el pastor baptista le cediera su silla y abandonase el escenario con más dignidad de lo que merecía la situación.
Donleavy miró el auditorio una vez (pensándolo bien, estoy segura de que sólo quería asegurarse de que estábamos allí de verdad), se ajustó las gafas y empezó a leer en un manojo de papeles.
Se alegraba «de estar aquí y ver la labor realizada, exactamente como en las demás escuelas».
Al primer «amén» del auditorio, deseé que el culpable muriera al instante asfixiándose con esa palabra, pero empezaron a oírse por la sala los «amén» y los «sí, señor» como goteras a través de un paraguas agujereado.
Nos habló de los maravillosos cambios que nos esperaban a nosotros, los niños de Stamps. Ya se habían concedido mejoras a la Escuela Central (naturalmente la escuela blanca era la Central), que entrarían en funcionamiento en el otoño. Un conocido artista de Little Rock iba a darles clases de arte. Iban a tener los nuevos microscopios y equipo de química para su laboratorio. El señor Donleavy no nos ocultó por mucho tiempo quién había hecho posibles esas mejoras para la Central. Tampoco nosotros íbamos a quedar al margen en el plan general de mejoras que tenía pensado.
Según dijo, había señalado a personas de muy altas esferas que uno de los mejores defensas del equipo de rugby de la Escuela de Formación Profesional de Arkansas se había graduado en la magnífica Escuela del Condado de Laffayette. Entonces se oyeron menos «amén». Los pocos que llegaron a sonar se quedaron en el aire con la monotonía y la pesadez del hábito.
Se puso a elogiarnos y dijo haberse jactado de que «uno de los mejores jugadores de baloncesto de Fisk hiciese su primera canasta aquí, en la Escuela de Formación Profesional del Condado de Laffayette».
Los chicos blancos iban a tener la oportunidad de llegar a ser Galileos, Madames Curies, Edisons y Gauguins y nuestros muchachos (las chicas ni siquiera contaban) tratarían de llegar a ser Jesse Owens y Joe E. Louis.
Owens y el «Bombardero Moreno» eran grandes héroes en nuestro mundo, pero, ¿qué funcionario del Departamento de Educación del Olimpo blanco de Little Rock tenía derecho a decidir que esos dos hombres hubieran de ser nuestros únicos héroes? ¿Quién decidía que, para que Henry Reed se comprara un microscopio de pésima calidad y llegase a ser científico, había de trabajar, como George Washington Carver, de limpiabotas? Evidentemente, Bailey iba a ser siempre demasiado pequeño para llegar a atleta, conque, ¿qué tipejo con cara de cemento armado de qué escaño del condado había decidido que, si mi hermano quería llegar a ser abogado, había de hacer primero la penitencia por el color de su piel recogiendo algodón, azadonando maíz y estudiando por las noches cursos por correspondencia durante veinte años?
Las muertas palabras de aquel hombre cayeron como ladrillos por la sala de actos y muchas de ellas me acertaron a mí en el vientre. Los buenos modales, tan duramente aprendidos, me impedían mirar hacia atrás, pero, a mi derecha y a mi izquierda, los miembros del orgulloso curso que se graduaba en 1940 tenían las cabezas gachas. Todas las chicas de mi fila habían encontrado algo nuevo que hacer con su pañuelo. Unas plegaban los diminutos cuadrados en lazos de amor y otras en triángulos, pero la mayoría los apretaban y después los desplegaban en sus amarillos regazos.
En el estrado se estaba volviendo a representar la antigua tragedia. El profesor Parsons estaba sentado y rígido, como un desecho de escultor. Su enorme y pesado cuerpo parecía desprovisto de voluntad o deseo y sus ojos indicaban que ya no estaba con nosotros. Los demás profesores examinaban la bandera (estaba plegada a la derecha del escenario) o sus notas o las ventanas que daban a nuestro terreno de juego, ahora famoso.
La graduación —el momento mágico y archisecreto de los volantes, los regalos, las felicitaciones y los diplomas- estaba acabada para mí antes de que dijeran mi nombre. Los logros no eran nada. Los mapas meticulosamente dibujados en tintas de tres colores, el aprendizaje y el deletreo de palabras decasílabas, el aprendizaje de memoria de todo El rapto de Lucrecia no servían para nada. Donleavy nos había desenmascarado.
Éramos criadas, granjeros, mozos y lavanderas y cualquier aspiración a algo superior era ridícula y presuntuosa.
Entonces deseé que Gabriel Prosser y Nat Turner hubieran matado a todos los blancos en la cama, que Abraham Lincoln hubiese sido asesinado antes de que firmara la Proclamación de la Emancipación, que Harriet Tubman hubiese muerto de aquel tiro a la cabeza y Cristóbal Colón se hubiera ahogado en la Santa María.
Era horrible ser negra y no poder controlar mi propia vida. Era cruel ser joven y estar ya adiestrada para permanecer sentada y escuchar en silencio las acusaciones contra mi color sin tener oportunidad de defenderme. Deberíamos estar todos muertos. Pensé que me habría gustado vernos a todos muertos, unos encima de los otros: una pirámide de carne en la que los blancos formaran la base más ancha y después los indios con sus absurdos tomahawks, tipis, wigwams y tratados y los negros con sus fregonas, recetas, sacos de algodón y «espirituales» saliéndoles por la boca. Los niños holandeses deberían haber tropezado todos con sus zuecos de madera y haberse roto la crisma. Los franceses deberían haberse asfixiado con la adquisición de Luisiana (1803) mientras los gusanos de seda se hubiesen comido a los chinos con sus estúpidas coletas. Como especie éramos una abominación: todos nosotros.
Donleavy se presentaba a las elecciones y aseguró a nuestros padres que, si vencía, podríamos contar con el único terreno de juego asfaltado para negros en aquella parte de Arkansas. También —en ningún momento levantó la vista para agradecer los gruñidos de aceptación- , íbamos a obtener algún material nuevo para el edificio dedicado a los estudios de economía doméstica y para el taller.
Concluyó y, como no había por qué dar sino las más rutinarias gracias, saludó con la cabeza a los hombres del escenario y el hombre alto que en ningún momento había sido presentado se reunió con él en la puerta. Se marcharon con la actitud de quienes ahora sí que iban a algo de verdad importante. (Las ceremonias de graduación en la Escuela Normal del Condado de Laffayette habían sido algo simplemente preliminar.)
El malestar que dejaron era palpable: como un huésped no invitado que no acabara de marcharse. El coro cantó un arreglo moderno de «Adelante, soldados cristianos» con una nueva letra relativa a los graduados que buscaban su lugar en el mundo, pero no surtió efecto. Elouise, la hija del pastor baptista, recitó «Invictus» y yo sentí deseos de gritar ante la impertinencia de «Soy el dueño de mi destino, el capitán de mi alma».
Mi nombre había dejado de sonarme familiar y tuvieron que darme un codazo para que fuera a recoger mi diploma. Todos mis preparativos se habían esfumado. No avancé hacia el escenario como una amazona vencedora ni busqué en el auditorio la señal de aprobación con la cabeza de Bailey. Marguerite Johnson —oí el nombre otra vez— leyeron mis méritos, hubo de aprobación en el auditorio. Y ocupé mi puesto en el escenario, tal como habíamos ensayado.
Pensé en los colores que detestaba: crudo, castaño rojizo, lavanda, beige y negro.
Se oyó un runrún de pies y papeles a mi alrededor y después Henry Reed estaba pronunciando su discurso de despedida: «Ser o no ser». ¿Es que no había oído a los blancos? No podíamos ser, por lo que esa cuestión era un desperdicio de tiempo. La voz de Henry se oyó clara y firme. Yo sentí temor de mirarlo. ¿Es que no había entendido el mensaje? Los negros no tenían la posibilidad de adoptar una actitud «mental más noble» porque el mundo no pensaba que tuviéramos inteligencia y nos lo hacía saber. ¿«Fortuna fantástica»? Pero bueno, eso era un chiste. Cuando concluyera la ceremonia, iba a tener yo que decir a Henry algunas cosas. Es decir, si aún me importaban. No «el busilis», Henry, sino «la hez». «Ahí está la hez»: nosotros.
Henry había sido un buen estudiante de declamación. Su voz se alzaba en oleadas de promesa y bajaba en pleamares de advertencias. El profesor de inglés lo había ayudado a componer un sermón partiendo del soliloquio de Hamlet. Lo de ser un hombre, un hacedor, un constructor, un dirigente o un instrumento era un chiste sin gracia, una lamentable fantochada. Me asombraba que Henry continuara con su discurso, como si creyera que podíamos elegir.
Yo había estado escuchando y refutando en silencio todas las afirmaciones con los ojos cerrados; después hubo un silencio, el que en un auditorio avisa de que algo improvisto está sucediendo. Alcé la vista y vi a Henry Reed, el conservador, el decente, el empollón, la espalda al auditorio, dirigirse a nosotros (el orgulloso curso que sc graduaba en 1940) y cantar, casi como si recitara:
Alzad todas las voces y cantad
la Tierra y el Cielo resuenen
Con las armonías de la libertad…
Era el poema de Jarnes Weldon Johnson. Era la música compuesta por J. Rosamond Johnson. Era el Himno Nacional Negro. Por hábito, estábamos cantándolo.
Nuestros padres y madres se pusieron en pie en la obscura sala y se unieron al himno de aliento. Un maestro de párvulos dirigió a los niños pequeños al escenario y los ranúnculos, las margaritas y los conejillos marcaron el compás e intentaron seguir:
De piedra era el camino que pisábamos,
dura la vara disciplinaria resultaba
los días de esperanza muerta antes de nacer,
?pero, acaso no han llegado nuestros
cansados pies con ritmo constante
al lugar por el que suspiraron nuestros padres?
Todos los niños que yo conocía habían aprendido esa canción junto con el abecedario y el «Jesusito de mi vida», pero yo nunca la había oído. Nunca había oído la letra, pese a haberla cantado millones de veces. Nunca había pensado que tuviera nada que ver conmigo. En cambio, las palabras pronunciadas por Patrick Henry me habían causado tal impresión, que habría podido erguirme y decir temblando: “No sé qué rumbo seguirán otros, pero a mí dadme la libertad o la muerte”
Y entonces oí por primera vez, en realidad:
Hemos llegado por un camino
regado por las lágrimas,
hemos llegado abriéndonos paso
por entre la sangre de los degollados.
Mientras vibraban en el aire los ecos de la canción, Henry Reed inclinó la cabeza, dijo «gracias» y volvió a su lugar en la fila. Ninguno de los muchos que vertieron lágrimas sintió vergüenza al enjugárselas.
Volvíamos a estar en pie: otra vez, como siempre. Sobrevivíamos. Las simas habían sido heladas y tenebrosas, pero ahora un sol esplendoroso hablaba a nuestras almas. Yo ya no era un simple miembro del orgulloso curso que se graduaba en 1940; era un miembro orgulloso de la espléndida y hermosa raza negra.
Oh, poetas negros conocidos y desconocidos, ¿con qué frecuencia nos han sostenido vuestros sufrimientos vendidos en pública subasta? ¿Quién calculará las noches en que vuestras canciones nos hicieron sentir menos solos o vuestros cuentos hicieron parecer menos trágicas las ollas vacías?
Si fuéramos un pueblo muy dado a revelar secretos podríamos alzar monumentos y celebrar sacrificios a la memoria de nuestros poetas, pero la esclavitud nos curo de esa debilidad. Sin embargo, baste con decir que sobrevivimos en relación exacta con la dedicación de nuestros poetas (incluidos predicadores, músicos y cantantes de blues).
Contratapa:
En la primera y más conocida dc sus novelas autobiográficas, Maya Angelou nos habla de su dura infancia y de los trances por los que tuvo que pasar hasta convertirse en una mujer independiente. Criada en un pequeño pueblo de Arkansas por su abuela, Angelou aprendió mucho de esta mujer excepcional y de una comunidad extraordinariamente cohesionada; unas lecciones de vida que la ayudarían a sobrellevar las dramáticas circunstancias a las que tuvo que enfrentarse posteriormente en San Luis y California. Este emocionante relato retrata también la vida de la mayor parte de la población negra del Sur de los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo xx.
Angelou, una de las poetas más famosas de EE. UU., tenía un don extraordinario para narrar; su libro, que es a la vez alegre y triste, misterioso y memorable, como la niñez, nos habla de los anhelos y miedos infantiles, del amor y del odio, de cómo las palabras pueden hacer del mundo un lugar mejor.
Publicado por primera vez en 1969, Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado es un clásico de la literatura universal que ha conquistado a un millón de lectores en todo el mundo.
Sobre la Autora:
Maya Angelou (Margucritc Annie Johnson) nació en San Luis, Misuri, en 1928 y pasó la mayor parte dc su infancia con su abuela cn una zona rural de Arkansas. A los dieciséis años dio a luz a su primer hijo; para ganarse la vida, trabajó de cocinera y de camarera y tuvo que ejercer la prostitución. Durante la década de 1950 actuó en clubes nocturnos e inició una carrera de éxito como cantante, bailarina, actriz, directora de revistas y escritora. Tras viajar por Europa y África se convertiría en una importante figura del movimiento por los derechos civiles. En 1969 publicaría Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado, el primer volumen de su autobiografía, una serie de siete libros que la han hecho mundialmente famosa y que junto a su poesía constituye lo más valorado de su obra literaria.
Durante el resto de su vida continuaría alternando la literatura con distintas colaboraciones teatrales, musicales, cinematográficas y televisivas, ya convertida en una de las figuras más conocidas de la comunidad afroamericana.
Murió en 2014 en Winston-Salem (Carolina del Norte).