Por Eugenia Erreguerena
Soy Eugenia, tengo 38 años, soltera y sin hijos. Viajera, cervecera y amante. Feminista. Gorda. Propietaria endeudada, sin sucesión y con testamento. Un lujito, diría mi escribano, porque a fines de celeridad de papeles rozo lo maravilloso. Si uno debiera definirse por su profesión, diría que soy historiadora, no porque haya presentado mi tesis de grado su momento, sino porque siempre tuve la sensibilidad de pensar en las distintas categorías del tiempo. Pasado, presente, futuro. Diacronía, sincronía. Etapas, periodos, ciclos. Líneas de tiempo, círculos viciosos.
38 no son pocos años. Cotidianamente, y por mi semblante fresco y actitud risueña, me dicen “vos sos joven”, cuestión que les retruco con artrosis y años de aporte. No quiero ser joven. Casi que me iría caminando renga como estoy hacia la madurez, hacia la menopausia, un poco para acallar el ruido del reloj biológico, y otro poco para salir del radar del deseo y de los mandatos. Caminando renga a un lugar donde no importe si me faltan óvulos o me sobran kilos. Dicen que en esa etapa uno es mas impune para hablar, y todo pesa menos. Lala en un podcast nos prometió que todo se pone mejor, y bueno, como a ella es a la única santa que le rezo, yo le creo.
Ahora, hay que ser sincera. Veo la vida de las mujeres que me rodean dictada por una cronología que, si bien puedo diagramar, decodificar y a veces, muchas veces acompañar, soy incapaz de hacer propia. “De chiquilín te miraba de afuera, como esas cosas que nunca se alcanzan” cantaban en Cafetín de Buenos aires y yo les podría hacer los coros. No porque particularmente desee ir y venir con infancias a instituciones, cumpleañitos y clubes. Convivir. Siempre me desespero pensar que cuidar era mi responsabilidad y criar mi proyecto. Tampoco porque me quiera poner los mil vestidos blancos de esos rituales, ceremonias mínimas (o máximas, según el nivel de presupuesto) que festejan como las buenas mujeres se brindan a la construcción de la familia nuclear, anclada en el pasado, necesaria para el futuro, y dependiente del amor romántico. No. Yo siempre fui más sola, más mala, más del leopardo y del poliamor (antes gorda puta, ahora poliamorosa, que maravilla los neologismos). Mi coro, cuan sirena, es el deseo de saber que hacer, saber que viene después. El deseo del status que da pertenecer a ese mundo con tantas certidumbres. Noviazgo, casamiento, divorcio. Jardín, primaria, secundaria. Nacer, crecer, reproducirse, morir. Estrellarme contra las piedras
Desde MQNFT me invitaron a escribir sobre la vida de las mujeres sin hijos y salió esto. ¿Soy una infeliz? no creo. Elegir no maternar es residir en la incertidumbre. Es no saber que viene después. Es aprender a decidir y a hacerse cargo de eso. Es habitar la amorosidad en donde uno elige, y con quien quiere, por más que no haya vínculos de fidelidad o de genética. Es cultivar la amistad, a veces como una flor delicada o a veces como un jardín. Es ponerse al hombro un proyecto personal, con casi o ningún modelo exitoso. Es un desafío a explorar el deseo y la potencia, sin más promesa que la soledad. O la propia compañía. A mí la soledad con un sanguchito y cerveza me gusta, no sé a Uds.