Decir que nunca hice dieta es mentira o una verdad a medias. Si definimos dieta como seguir a pie juntillas un plan de alimentación definido por un tercero en el que se consume lo indicado para un día determinado, podría decir que lo intenté, pero no pude. Me faltaba fuerza de voluntad, pensaba.
Lo que sí hice fue restringirme durante la Secundaria. Mientras mis compañeras comían sandwiches de jamón y queso, pebetes, panchos, chizitos, papas fritas y etc., yo, cada mañana me preparaba seis galletitas de salvado que repartía entre los dos recreos de la mañana. Me imaginaba que si me corría de esa disciplina, mis caderas se iban a ensanchar a confines ilimitados. Y así aguantaba.
Cuando empecé el CBC descubrí un barcito que hacía un café con leche con unas facturas riquísimas, a un precio que yo podía pagar y abandoné las galletitas de salvado para siempre.
No obstante, las dietas y su universo, no me eran ajenos Mi mamá vivió toda la vida haciendo dieta o empezando una dieta.
Las dietas de mi mamá marcaban mi vida y la de mi abuela, que era la que hacía la comida para todos. Era habitual que mi mamá comiera “comida de dieta”, así que mi abuela, que lo que más anhelaba para mi mamá era que fuera flaca, se ponía la tarea al hombro como una soldada.
Y así fui creciendo, rodeada de mujeres para las cuales la lucha contra la gordura marcaba el humor de la casa y la relación entre ellas.
En otros espacios por los que transitaba la situación no era tan distinta. A lo largo de mi vida me encontré con un sinfín de mujeres “cuidándose” con la comida, consumidoras de tés, hierbas, preparados, batidos, inyecciones, pastillas y un montón de etcéteras que ofrecían la medicina y el mercado. Y si bien yo desconfiaba de lo que ofrecían en la tele y las revistas, incursioné en algún que otro tratamiento reductivo, incluso desconfiando de los resultados que prometían. Hacerlo me tranquilizaba: ̈me cuidaba ̈ y tenía tema de conversación. Estaba incluida.
Pasaron los años y gracias a los feminismos pude habitar otras conversaciones en las que indagué mi relación con la comida y con lo que me nutre. Y, a partir de escuchar a las compañeras, logré poner en palabras una intuición que tenía: Nunca hice dieta porque me daba cuenta que el sacrificio de pasar hambre no garantizaba alcanzar el cuerpo deseado. Lo observaba a diario en las mujeres que me rodeaban. Al igual que veía su frustración, dolor y, a veces furia, cuando la balanza no marcaba el resultado esperado. Y yo eso no lo quería en mi vida.
Acercarme a los feminismos no sólo me permitió nombrar mi intuición sino confirmar que yo tenía razón en desconfiar de ese falso camino a la felicidad. Hoy el tema de las dietas no es un asunto que me preocupe, al que le preste atención. Las dietas no tienen nada que ver con mi vida. Y eso, para mí, es una liberación.