“No hay guita”

La primera vez que escuché la frase “no hay plata” fue en un semipiso ubicado a unas cuadras de Barrio Parque.  Corría julio de 2022 y era un día caluroso, típico de las vacaciones de invierno.  En realidad, la frase exacta que me gritaron fue “NO HAY GUITA”.  Creo que la señora que emitía los alaridos prefirió decir guita en vez de plata para que yo entendiera mejor y ella pudiera demostrar que manejaba correctamente las palabras que usa la gente de mi clase.  

Al año siguiente la afirmación “no hay plata” se escuchaba por todos lados y me retrotraía a esa tarde que la escuché por primera vez.  No podía oír esa sentencia sin sentir en el cuerpo el odio y resentimiento que esas palabras transmitían.

Este año la frase “no hay plata” es una realidad para las mayorías. Hoy, vivimos en un país en el que los sueldos no alcanzan y se dice por cadena nacional que “la era del Estado presente se ha terminado” mientras en hoteles de lujo se les promete a los hombres más ricos del país que el Estado va a garantizar que nada se interponga entre ellos y su codicia.

En lo personal, me afecta directamente ya que como empleada asalariada estoy empobrecida.  Lo que gano no garantiza los bienes y servicios de antes.  Tengo suerte, me digo, me dicen.  Un marido afronta los gastos y no me hace sentir lo que yo siento todo el tiempo: que estoy empobrecida.

Esta sensación de empobrecimiento es mi nueva compañera: intento no gastar plata, no hago gastos innecesarios, me mido, me controlo, me privo. De repente, pienso en la plata todo el tiempo: cómo no gastarla, cómo generarla.  Me siento frágil, insuficiente.  Y es ahí donde me doy cuenta que estoy tomada por una lógica que me perjudica, más allá de lo económico.  Una idea que me dice que no tengo plata porque no me esfuerzo lo suficiente, como si el contexto económico, social y político en el que vivo no tuvieran nada que ver con mi situación, como si en los últimos veinte años no hubiera tenido una dignidad económica.  

Y es cuando quedo sumergida en esos sentimientos de desesperanza que recuerdo que las mujeres tenemos una larga historia de supervivencia.  

En lo personal, me acuerdo de mi vida en los 90, cuando mi mamá tenía tres trabajos, mi papá se había ido a vivir a otro país y el colegio de monjas me daba media beca para que pudiera seguir estudiando.  

Uno de los trabajos de mi mamá consistía en vender bijouterie.  Subía y bajaba los pisos de una empresa recién privatizada con lo que se usaba en esa época.  Lo hacía porque lo tenía que hacer.  

Y cada domingo, como en un ritual de digna supervivencia en la que no faltaban cosas ricas ni charla, nos juntábamos las mujeres de la familia a pegar las etiquetas de los precios a la bijouterie de mi mamá.  Charlábamos, comíamos y lo pasábamos bien. Y juntas salíamos adelante.

Mi propósito en la vida no es meramente sobrevivir, sino vivir fuerte y vigorosa, con un poco de pasión, un poco de compasión, algo de humor y algo de estilo.

Maya Angelou  

Rememoro aquellos domingos de los 90 y me acuerdo de mi abuela y mi madrina, que insistían en sacarle dramatismo a la situación.  Mi abuela compartía los recuerdos de cómo se hacía con la falta de comida durante la guerra y mi madrina de cómo organizarse con la plata en tiempos de crisis.  Cada una lo hacía a su manera, pero de lo que no cabía duda era de que habían  vivido para contarlo.  Y que en esa supervivencia estaba el orgullo de no haber sido vencidas, a pesar de que todo parecía estar en su contra.

Hoy mi madrina y mi abuela ya no están y me gustaría que estuvieran.  Yo no heredé su optimismo.  Me parezco más a mi mamá, que padeció los 90 como una enfermedad terminal del alma.  Yo tampoco lo pasé bien, a los cambios propios de la adolescencia, se sumaba ver a mi mamá preocupada todo el tiempo, a mi abuela y a mi madrina cubriendo lo que ella no podía y la bronca  y el dolor que sentía por la ausencia de mi papá.  Porque más allá de una carta o un  llamado esporádico él no estuvo para bancar ni en lo económico ni en lo afectivo.

Hoy, no puedo evitar sentir que la historia se repite, pero recargada, con más crueldad.  Mi situación no es la misma que la de mi madre, ya que soy profesional y el padre de mi hijo es responsable en lo económico y en lo afectivo.  No obstante, no puedo negar que mi plata ya no rinde lo de antes y que tendría que trabajar el doble para estar como estaba el año pasado.  

Entonces, cuando me invaden los sentimientos de empobrecimiento e insuficiencia es cuando me pregunto cómo quiero vivir mi vida, qué cosas valoro, cuáles son las imprescindibles, de qué me nutro.  Y es ahí que me doy cuenta que muchas de esas cosas no se relacionan con el dinero.  Y confirmo que son esas preguntas las me sirven como un escudo protector ante tanta miseria y tantos miserables. 

Y es en el sostenimiento de esas preguntas que me afilio a la tradición de las mujeres que se hicieron esos cuestionamientos antes que yo. No sólo las de mi familia, sino muchas que vivieron en otras épocas, de las que me siento heredera de sus palabras, consejos y luchas.  Tengo la certeza de que su recorrido allanó y enriqueció el mío y el de muchas otras con las que nos sostenemos en esta época tan cruel. 

A diferencia de los 90, hoy cuento con un grupo de mujeres con las que somos una comunidad. Son ellas con las que me encuentro para que colectivamente pensemos estrategias para una vida digna, en nombre propio y a favor de todas, inclusive en este contexto que nos empobrece.   Porque más allá de la plata que tengamos en el bolsillo, no vamos a permitir que nos arruinen lo propio de cada una, eso que define quienes somos y a qué le damos valor.  Nosotras sabemos que la poesía no es un lujo y que tenemos los recursos para bucear en lo oscuro de nosotras mismas y que en esa oscuridad están las semillas que necesitamos para sembrar una vida digna, que no está exclusivamente garantizada por el dinero.   Son estas semillas las más valiosas porque tienen dentro de ellas la sabiduría para la vida y la dignidad, a las que no renunciamos, a pesar de todo. 

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