Hace algunos años atrás, tuve uno de los grandes desafíos de mi vida cuando a mi hijo le dio un brote psicótico. Ya venía hace tiempo con algunas dificultades y si soy honesta desde pequeño fue un «niño difícil». Mi actitud fue siempre «compasiva», poniéndome en su lugar: lo triste que era tener un padre como el que tenía, lo frustrante de estar en un sistema educativo autoritario, y así, sin darme cuenta, detrás de esa actitud surgían desde mi mente (pensamientos depredadores como diría Clarissa): tu elegiste a ese padre, tu elegiste ese colegio, tu no has sido capaz de ponerle límites, no pasas suficiente tiempo con ellos..
Durante esta crisis de salud mental resurgieron nuevamente este tipo de pensamientos: te los trajiste a otro país sin considerar como les afectaría a ellos, cuanto se lo que sufren se podría haber evitado si no hubiéramos migrado.
Y así sucesivamente, intentando incansablemente de ponerme en el lugar de todos, haciéndome responsable de su bienestar, culpándome por sus desgracias.
En algún momento llegué a mi límite. Es que todo ese peso que me estaba poniendo a mi misma me estaba matando las ganas de vivir. Y como un elástico que se rompe cuando lo estiras demasiado, solté mi parte para no seguir haciéndome daño.
Al hacerlo, me di cuenta que me pasaba algo hermoso cuando dejaba de ponerme en el lugar de los otros y de ver todo desde esos otros ojos. Estaba de nuevo conmigo, había estado tanto tiempo en un espacio-tiempo esperando que alguien se preocupara por mi, enojándome cuando alguien no me daba lo que necesitaba.
Me di cuenta que todo ese tiempo estaba poniéndome de última en la lista, esperando que cuando resolvieramos los problemas de los demás, nos iba a tocar resolver los míos.
Pero los otros son insaciables. Y siempre aparecen nuevos otros.
Dejé de creer que pensar en mi era ser egoísta. Porque las creencias si las podemos elegir. Creí en cambio, y el sentimiento acompañaba esta nueva creencia, que no me podía volver a dejar de lado, que no me volvería a dar la espalda para atender a las necesidades, demandas y reproches de otras personas.
Es tan de sentido común, que hasta en el avión te dicen que en caso de emergencia te pongas primero la mascarilla tu antes de ayudar a los demás.
Y honestamente, y sin exagerar, estamos en situación de emergencia constante, intentando tener una buena vida en un mundo que nos pisotea.
La autocompasión es nuestra mascarilla, practiquemos dejarla puesta el tiempo suficiente hasta que sintamos que ya estamos oxigenadas y listas para seguir transitando esta vida.