Me cuesta reconocerme discutidora

“Discutir”: contender y alegar razones contra el parecer de alguien. Sostener dos o más personas opiniones opuestas entre sí en un diálogo o conversaciónExpresar una opinión contraria a algo. Similar: debatir, argumentar, argüir, disputar, controvertir, polemizar, contender.

La primero que pienso sobre la discusión en mi vida es que no me reconozco discutidora, creo que le huyo a la controversia, que prefiero las aguas calmas. Pero, al segundo, empiezan a aparecer en mi registro reacciones que tengo cotidianamente ante algún comentario con el que desacuerdo y situaciones en las que cuestiono posturas que alguien pretende universales o defiendo con firmeza y argumentos sólidos mi postura.  Me parece que tengo una imagen de mí misma como menos confrontativa de lo que en realidad despliego. 

Quizás operan en mí los mandatos de género que me quieren sumisa, modocita, complaciente, y le quito valor a mi capacidad de discutir y argumentar y a los temas respecto de los cuales lo hago.  

Como siempre me pasa, dedicarle tiempo a pensar y escribir sobre un tema en mi vida, en este caso la discusión, me permite poner foco, prestar atención, registrarlo en mi cotidianeidad y, a partir de ese registro, decidir si quiero intentar cambiar algo de lo que hago o no hago. 

Crecí convencida de que había una sola verdad, que el desafío era encontrarla y aferrarse a ella y que la religión me podía dar todas las respuestas y argumentos en ese camino.  Así fui educada.  Ya no creo en la fuente religiosa, pero confieso que todavía a veces me sorprendo a mí misma buscando o sosteniendo “la única verdad” sobre algo.  Cuando se me impone este modo aprendido, quedo limitada a la hora de complejizar, de valorar la tensión y la diversidad de miradas, de preguntas y respuestas, de dejarme interpelar por las opiniones ajenas. Con mucho trabajo personal, puedo identificar esa voz interna, mantenerla a bastante a raya y que ya no sea al menos la predominante.

Tanto ahora en este contexto en Argentina, como en otros momentos de mi vida con personas en particular, algo que me pasa es que siento que no están dadas las condiciones para entrar en una discusión.   El diálogo no es posible, hablamos diferentes “idiomas”, no percibo apertura de mi parte y de parte de la o las otras personas para dar lugar a las opiniones ajenas, sino intentos de imponer. 

En esos casos, a veces igual lo intento impulsivamente y me resulta frustrante, hasta triste.  No valen la pena para mí esas discusiones.  La opción opuesta que a veces también me sale es quedarme callada. No la descarto, puede ser conveniente a veces.

Hay otras actitudes intermedias que probé en esas situaciones y me resultan más satisfactorias. Una consiste en simplemente sonreir.  Pero no de un modo complaciente sino con ironía, de un modo que queda claro que no coincido.  Esta opción me gusta mucho, siento que me resguardo a la vez que me pronuncio de un modo claro pero sutil.  Otra actitud que probé es sólo decir “no estoy de acuerdo” y nada más.  Si intentan que me explaye en mi opinión o mis argumentos, he respondido por ejemplo que no me interesa entrar en una discusión sobre ese tema en ese momento, que no parece que vaya a ser constructiva.  Si me parece que amerita, puede ser que exprese en forma breve mi postura, sin entrar en diálogo con las otras opiniones o responder a argumentos con los que desacuerdo.  La imagen que me viene es la de mantener “compartimentos estancos”, digo brevemente “yo pienso [esto], pensamos diferente”.  Y punto.  

Pero las conversaciones que más disfruto y valoro son aquellas en las cuales puedo intercambiar opiniones diferentes de forma no agresiva, con actitud de búsqueda, de exploración, de compartir. Cuando me siento escuchada, que las otras personas intentan entenderme y yo a ellas.  En ese clima logro elaborar, profundizar, reflexionar y cuestionar mis propias ideas.  Me siento enriquecida. En los grupos de reflexión, talleres y círculos feministas en los que participo generamos esta forma de conversar y pensar juntas.  Esas experiencias me permiten encontrar mi voz, cuestionarme, validarme, enriquecerme y adoptar gestualidades nuevas que puedo llevar a otros ámbitos.  

Para terminar, en línea con lo que propone Clarissa Pinkola Estés en “Mujeres que corren con los lobos”, mis voces internas hablan entre sí y, generalmente, no coinciden, sino que discuten.  Por eso necesito negociar conmigo misma. Reconocer que la confrontación existe aún dentro de mí misma aumenta mi confianza respecto de lo valioso de la diversidad de opiniones y voces afuera.

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