Cuando tenía 40, jugaba al tenis con un grupo de mujeres. La mayoría teníamos hijxs pequeñxs. Encontrar el momento que pudiéramos coincidir cuatro mujeres para jugar durante el fin de semana era un desafío. Los partidos quedaban ajustados entre tareas de cuidado.
Un día le presté atención al grupo de mujeres de 50 que también jugaban y me di cuenta que estaban mucho más relajadas que nosotras, que organizaban sus partidos con más libertad de horarios y se quedaban a tomar un cafecito y charlar tranquilas.
Y reconocí con picardía que me daba ilusión esa etapa de la vida que no estaba ya tan lejos y que tenía invisibilizada. Hasta ese momento no había advertido que podía existir una larga etapa de la vida entre la maternidad y la vejez. Tiempo después, leí que Clara Coria la llama, la “segunda vida” en la vida de las mujeres que somos madres en su libro Los cambios en la vida de las mujeres de 2005.
No sé si elegí ser madre o no y desde dónde lo hice. Ocurrió. Era lo esperable para mí. En ese momento registraba ganas de armar una familia y tener hijxs, pero ahora la verdad que dudo de llamarlo “deseo”, creo que tenía más que ver con el mandato.
De todas formas, lo disfruté y lo disfruto mucho. Eso no quita que también lo padecí y lo padezco. Para mí, criar hijxs tiene aspectos dulces, gratificantes, divertidos y emocionantes pero, a la vez, es una ardua tarea que requiere mucha energía y paciencia. Y lidiar con la amargura que me iba surgiendo cuando registraba lo inequitativo que me resultaba el reparto de tareas de cuidado en mi familia constituida, tuvo y tiene un alto costo.
Un primer indicio que me dio alivio fue la inmensa alegría que me producía cada vez que mis hijas avanzaban en su proceso de independencia. No me daba añoranza, que parecía ser lo esperable de una buena madre. Que anden solas por la calle, tomen colectivo, subte, vayan a la escuela, la casa de unx amigx, de sus abuelxs, sin mí, siempre me produjo y me sigue produciendo un nivel de felicidad inmenso que se relaciona con la libertad que recupero. Ir reduciendo la cantidad de aspectos de los que estar atenta como madre me entusiasma y me maravilla.
Reconozco que es un tanto contrahegemónico. Hace unos años, gracias a las viñetas de Ro Ferrer donde “mala madre” se comía todos los chocolates que había en la casa a escondidas de sus hijxs, se me fue evaporando el temor a ser ese tipo de “mala madre”.
Clara Coria me anima cuando en el libro que mencioné propone cuestionar la condición de “madre vitalicia” y reconoce que “Mientras los hijos/as se lanzan al futuro con el envión de la juventud para construir nuevas rutas, apoyándose en lo recibido y aprendido anteriormente, las madres tienen ante sí una tarea inversa que consiste en frenar la inercia marcada por la crianza ejercida hasta entonces, desandar espacios y modalidades transitadas (…) y, finalmente, reconstruir su psiquis para llenar sus “mochilas de vida” con recursos que ya no se relacionan con la crianza sino que se vinculan con su identidad de mujer”.
Si bien me cuesta porque me da miedo que me dejen de querer, que se enojen conmigo y que les falte atención, de a poco, el perfume de la libertad y de los espacios propios me alienta a ser un poco menos madre y recuperarme a mí misma como centro de mi vida. Y cuando trastabillo, me recuerdo que ellas necesitan desarrollar su independencia y que les regalo una madre que busca otras formas de ser mujer en este mundo. Me alivia constatar que en todo este proceso, mi relación con mis hijas se sigue afianzando y profundizando a la vez que se renueva.
Me siento totalmente identificada, tengo 48 años viví 23 años siendo madre de tres hijos y hoy ellos ya están más grandes y me independencia está volviendo de a poco y eso me hace muy feliz, aprendí a manejar, voy al gimnasio, monte mi taller de cerámica. Y me replanteo mucho los mandatos, dije a mi familia que renunciaba ya a ser ama de casa, que ya no quería eso. Y se siente bien.