Era uno de esos días calurosos de verano, pero con una brisa agradable, de esas que acarician las mejillas. Ella estaba sentada en un banco de madera recién pintado, con los brazos entreabiertos que caían distraídos en su regazo, conservando todavía la forma del cuerpecito de su bebé. Minutos antes, su tía, o tal vez su hermana —quién sabe—, le había quitado al bebé de los brazos y ahora le cantaba suavemente una canción de cuna. La melodía no solo calmó a la pequeña, sino que también meció las voces de los niños que jugaban en el parque, el sonido de la campana del carrito de helados, los autos que pasaban y hasta el rugido distante de las excavadoras que trabajaban en la construcción de los nuevos departamentos de lujo que estaban gentrificando el barrio.
Uno a uno, los ruidos de la ciudad se fueron apaciguando hasta lograr un silencio perfecto. El aire olía a leche tibia con miel. Junto a ella estaba su madre, de pie, la cuidaba con reverencia. Con movimientos cortos y suaves, acariciaba su pelo, empezando desde la raíz y bajando hasta las puntas, una y otra vez, con mucho cuidado, con mucho amor. Lentamente, los dedos se ensancharon, convirtiéndose en un peine improvisado que domaba con cariño los mechones más rebeldes. La mujer, separó el cabello en tres secciones y comenzó a trenzarlo con esmero.
Cada trenzado era un puño golpeándome en el pecho, una y otra vez. Su madre no le apretaba el cráneo con ambas manos ni lo estrujaba hasta que sus ojos se achinaran. Tampoco tiraba de su pelo en cada vuelta de la trenza. No había lecciones que impartir. El pelo, simplemente, giraba, tierno. No necesitaba ser golpeado, tironeado, ni aplastado. Sentí las punzadas de los electroshocks recorrer todo mi cuerpo. Me estremecían con violencia, arrastrándome a esa oscuridad teñida de verde, esa que conocía tan bien. No te quiero, me decía. No hay ciudad, ni país, ni lugar a donde puedas ir para escaparte de vos.
Agarré el cochecito con mi bebé y salí corriendo. Caminé sin rumbo, en parte porque sabía que, si paraba, la bebé se despertaría, y en parte porque sabía que caminar era la única manera de luchar contra lo que vi. Por qué ya no importaba todo lo que logré por mí misma. Nunca voy a poder volver al pasado y tener a alguien que me haga la trenza.
Continuará…