La envidia me corroe

Conocí a Gigi en la vereda de mi casa, éramos vecinas y nos dimos cuenta en ese preciso momento -cosas de ciudades grandes que están llenas de gente, pero no conoces a nadie. Ella pasaba caminando con su hije. Alta, flaca, vestía con ropa salida de una revista de moda, de pelo dorado, lacio, PEINADO Y PROLIJO. Dientes parejos y LIMPIOS. Nuestres hijes se pusieron a jugar.  Me contó que, en la biblioteca, había clases gratis para niñes. Se notaba que había investigado todo. Me tiró mucha data copada. Encima de compartir es simpatiquísima, me acuerdo de haber pensado. 

Gigi y yo nos empezamos a cruzar más seguido. La veía pasar con una café y un libro, se iba a leer a la plaza. Otra vez, iba con un bolsito y una colchoneta a una clase de yoga. De noche, tenía cenas con sus amigas o una cita con su pareja con la que también se iba de viaje. Ya cuando me dijo que se fue un fin de semana a un spa SOLA porque necesitaba “desconectar”, ya no aguanté más. Le tuve bronca. ¡Y mucha! 

– En vez de envidiarla tanto, voy a ser como ella-, pensé. Si ella puede con todo, yo también, ¿no? 

El intento de ser Gigi me duró una mañana. Al mediodía y, mientras desayunaba la mitad de una tostada que previamente había sido lamida, tirada al suelo y vuelta a levantar por mi hije, me di cuenta que ni siquiera me había bañado. Me frustré. Googlé spas. No, inasequible. Googlé clases de yoga. No, tampoco. Además, ¿con quién dejaba a la bendi? Impagable. Imposible.

Días después la vuelvo a ver con su hije rodeados de un grupo de personas que ocupaba toda la vereda. Eran los padres de Gigi, sus suegros, sus hermanes y parejas. Parecía una procesión religiosa en donde ellos dos levitaban en el medio siendo llevados por la gente. Ella tan Virgen María, yo tan María Magdalena. Ella tan madre abnegada, yo tan madre consumida. Ella con sabático por maternidad, yo más preocupada. Ella con tanta red, yo tan migrante. 

La migración te sitúa, muchas veces, un par de escalones más abajo de los que te encontrarías en tu país de origen en el mercado de trabajo. La maternidad, también. Cuando ambos se juntan es muy difícil no caer en una situación vulnerable. El sistema es el perpetrador perfecto, no nos olvidemos, y mientras más interseccionalidades habites más fuerte va a intentar tirarte. Es un desafío para mí no caer en pensamientos mágicos y tomar la decisión de volver, de vivir cerca de mi familia o de mis suegros (¡!), de mis redes de contención -ya que mi mente me dice que “allá todo es más fácil y voy a poder ser una Gigi”. La realidad es que no, ni allá ni acá. Los problemas serán otros, pero seguirán existiendo siempre que existan Estados que no cuiden y no reconozcan las discriminaciones por género, raza, clase, etc. que existen en sus políticas públicas. Voy a parafrasear, con mucho amor y admiración, a Esther Vivas en su libro Mamá Desobediente: todos necesitamos en un momento de nuestras vidas que nos cuiden. Ser cuidado es un derecho y cuidar es un deber en una sociedad que sitúe en un lugar prioritario la vulnerabilidad de la vida. 

Mientras ese cambio histórico, social, político y económico sucede, divido mis tareas con mi pareja, nos apoyamos y acompañamos, en este país en donde estamos soles les tres. Pero no tan soles. Un día en el parque con mi hije, vi a dos chicas tomando mate mientras su hije jugaba en las hamacas. Me acerqué. Y ahí cosimos red. 

#NosTenemos

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