Hackeando nuestras biografías – «El Camino»

Hace unos días cuando pusimos en marcha la Rebelión de las F.E.A.S. (Fuertes en Acción Sorora) invitamos a quienes nos compartieron sus testimonios a hackearlos. Les compartimos algo de lo que nos llega de vuelta.
Hola!
Hace unos días me anime y escribir en su instagram contando mi historia y a raíz de esto uds. me propusieron escribir una carta para la nena que fui.
Tome este desafío y en lugar de una carta salio un cuento.
Espero pueda servirle a alguien tanto como me sirvio a mi escribirlo.
Sin importar el destino que quieran darle a estas palabras fue para mi sanador poder volcar en papel esta parte de mi historia.
Gracias por lo que hacen y sepan que dejan huella.
Abrazos
MM
Acá les dejamos el cuento de MM👇🏽

El Camino

Ana Paula acomodo las fotos con un suspiro. Había empezado a pedido de su hija que quería ver fotos de ella cuando chica y ahora todo era una catarata de sentimientos que no sabía cómo manejar.

En una caja, todas mezcladas, se veían imágenes de sus hermanos, papa, mama, la abuela. Cada quien con la consabida sonrisa, algunas tímidas y otras resplandecientes. Todos sonreían, todos menos ella que aparecía menos que el resto y cuando lo hacía se veía una nena de mirada medio triste y sonrisa forzada.

No había vivido una infancia feliz. Siempre desentonando en esa familia de gente hermosa. Como una intrusa a quien querían cambiar o en su defecto esconder. Con la tara de haber nacido con un ojo desviado y ciego que transformo su mundo en un paisaje plano y sin profundidad, Ana Paula conoció su entorno a los tropezones ganándose para siempre el estigma de la torpeza. Marca que siguió vigente aun después de la cirugía que acomodo su mirada e hizo suspirar de alivio a sus padres, porque ya no se notaba ningún defecto pero que no alcanzo para devolverle el don de la vista binocular.

Introvertida, viendo el mundo a su manera y con sobrepeso entro el mismo año que cumplía ocho a ese grupo de apoyo del tan nombrado y alabado especialista en nutrición del país, donde aprendería para el resto de su vida (o casi) a contar cada bocado que se llevaba a la boca.

Sentados en ronda, después de haber sido pesados y medidos, un grupo de 10 chicos contaban con vergüenza cuantos “hidratos de carbono” habían comido esa semana. No podían decir alfajor o chocolate, porque la sola mención de esos alimentos prohibidos podía tentar y descarrilar a los chicos que habían sido “buenos”.

Cada semana su mama la subía a la bicicleta y la llevaba con o sin ganas a moverse, porque consideraba que debía hacerlo más que sus hermanos y era su deber lograr que esta hija que le había caído en las manos encajara en lo que se consideraba “normal” y “bello”. Ana Paula podía verla aun afanándose en la cocina para elaborar postres de gelatina y claras a nieve que nunca, pero nunca fueron iguales al flan con dulce de leche de sus hermanos.

Su destino de diferente fue sellado de la mano de ese amor.

Y por más que años más tarde logro verse igualita a las chicas más populares de la secundaria, su espejo interno nunca le permitió saberlo. Paso su adolescencia y juventud batallando contra lo que sentía que era y lo que debía ser, horrorizando a su familia al revelarse al mandato aprisionante de la belleza.

Pero aunque lucho fuerte contra eso, nunca logro acallar la vocecita susurrante que le recordaba que no encajaba. Esa vocecita que siempre encontraba un eco en el afuera donde se hacía fuerte y sonora. En la voz de la empleada de la tienda que le preguntaba sarcástica Otro talle más? En la voz de su noviecito de secundaria que le recordaba que nadie nunca iba a quererla como el, que se mirara al espejo. En la voz de su madre contándole a sus amigas todos sus logros y añadiendo casi con vergüenza que también, si, también estaba haciendo dieta. En el abrazo intimo con ese gran amor, donde con palabras susurradas él le confeso que su mayor miedo era que volviera a engordar. Esa voz la acompaño durante toda su vida, incluso también el día que conoció a su esposo y para acallarla decidió decir con todas las letras y a boca de jarro ESTA SOY YO! Y JAMAS VOY A CAMBIAR POR NADIE. Él se rio fuerte y le dijo que le gustaba esa yo. Y ahí se quedó, sorteando las trampas que diligentemente ella armaba para hacerle decir que no era hermosa.

Hasta el día que nació su hija y de golpe volvió a recordar su infancia. Ya para ese entonces contaba con las armas que le dieron los años de terapia y así, poco a poco, fue recordándolo todo para no repetirlo.

Y ahora que su niña ya tenía 8 años se encontraba revolviendo la caja de fotos y la memoria de recuerdos, porque era hora de barrer y dejar entrar el sol de una vez por todas.

Ana Paula sonrió y beso los cachetes rosados de su pequeña y la escucho hablar sin pausa. La vio tan igual a ella, casi idéntica pero feliz. Y a través de sus ojos vio un puente.. Y al final de ese puente vio a la niña que alguna vez había sido. Estiro su mano y con el alma rebosante de amor al fin pudo decirle que era hermosa, que sus mejillas eran rosadas como el color de las rosas cuando le da el sol de la mañana, que su cabello lacio adornaba a la perfección su cara redonda de sonrisa ancha y ojos llenos de inteligencia. Que su cuerpo fue hecho para bailar y jugar y saltar. Que era el compañero perfecto que la llevaría a descubrir el mundo. Que no había nada malo en ella y que no era diferente. Que era única, como son los niños.

Y fue libre! Libre para tomar a su hija de la mano y adentrarse juntas por ese sendero que otras caminaron antes. Pisando fuerte con sus años, sus kilos, sus arrugas y su alma grande, ayudando a marcarlo para que lo vean otras, las que vienen, la manada de pañuelo verde, pies alados y voces fuertes. Y fue en ese camino donde al fin perdió esa pesada mochila de prejuicios propios y ajenos.

Ana Paula sonrió. Porque descubrió que no podía afirmar si la había perdido o la había soltado cuando agarro fuerte las manos de sus hermanas.

MM

 

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