Los peronistas dicen que los días más felices fueron los peronistas y yo les robo la frase y esbozo que los días más felices son los feministas. Ya sé que parece raro hablar de feminismo y felicidad. ¿Qué pueden tener de felices mujeres que queman corpiños, son feas, mal cogidas y aguafiestas? La verdad, no sé, porque nunca quemé un corpiño, por ahora. No soy fea, tampoco linda, y la verdad, la belleza es un tema que me tiene sin cuidado. En cuanto a mal cogida, de lo único que me puedo hacer cargo es de haber tolerado faltas de destrezas que no me movieron un pelo. Prefiero hablar de señores que cogen mal, más que de minas mal cogidas. Y de ser aguafiestas, el patriarcado es un evento triste y mediocre, así que yo no arruino nada. En todo caso, no pierdo energía vital en que no se note.
Entonces, vuelvo a pensar en los feminismos y la felicidad, y me doy cuenta que no sé si la palabra felicidad es la que mejor define lo que siento siendo feminista. Y al nombrarme feminista es que me pregunto desde cuando lo soy. Pienso en la niñez y me acuerdo de la admiración de mi mamá por Gabriela Acher, de sus revistas Emmanuel y su desdén por las tareas domésticas. Pero lo que más me acuerdo de esa época fue una charla que tuve con mi papá, que de la nada me contó de una amiga de él que había abortado y que, desde ese día, según los dichos de él, vivía con remordimiento por la decisión tomada. Les juro que lo que pensé a mi corta edad fue que él no sabía nada sobre ese asunto, que no entendía, porque era hombre. Además, yo conocía a la chica en cuestión y me parecía lo opuesto de una penitente.
Rememoro ese episodio y me doy cuenta que ese breve monólogo paterno lo que inauguró en mi fue un sentimiento novedoso, exogámico, en el que secretamente me salía del mandato paterno para aliarme con una otra, a la que prácticamente no conocía, pero de la que me sentía más cerca que de que mi propio padre. Creo que ese día yo me converti en feminista y me inscribí en una genealogía de mujeres que, al menos, no iban a aceptar tan facilmente algunos discursos que buscaban domesticarnos para que navegáramos mansitas las aguas viscosas del patriarcado.
Y así seguí con mi vida, en una constante tensión entre lo que se esperaba de mí y lo que yo anhelaba para mi misma. Me convertí en una buena hija, buena esposa, buena profesional, buena madre. No obstante, generalmente, estaba disconforme. La disconformidad era mi compañera omnipresente. Había algo que no cerraba, estuviera donde estuviera.
Y acá dudo de escribir la siguiente frase porque me da vergüenza, porque no quiero sonar altisonante pero siento que lo tengo que hacer: a mi el feminismo me salvó la vida.
International Housewives Group – Colectivo de amas de casa extranjeras.
Conocí a Paris en el año 2006. Ella era la psicóloga de una universidad norteamericana y coordinaba un grupo de mujeres que, al igual que yo, habíamos dejado nuestros países para acompañar a nuestros maridos en el avance de sus carreras profesionales.
Cada miércoles nos reuníamos con Paris una docena de mujeres de distintas nacionalidades: Brasil, Colombia, Chipre, Corea del Sur, India, México y Japón. Lo hacíamos en el Centro de Recursos para las Mujeres de la universidad porque, según su opinión, era un lugar que generaba menos desconfianza que el ala de salud mental del hospital universitario. Y además, le garantizaba la ausencia de hombres a algún marido celoso. Lo importante era juntarnos, decía.
Al principio a mi no me daban muchas ganas de ir al grupo de mujeres. Yo estaba en un momento difícil: si bien estaba feliz de haberme casado, me miraba con desconfianza a mi misma por haber pospuesto mi carrera profesional por la de mi marido. No lograba relajarme. Entonces, ¿para qué me iba a juntar con otras que parecían no tener ningún problema en ser unas sometidas? Yo las juzgaba a ellas con la misma severidad con que lo hacía conmigo misma.
Mi marido me insistía en que no fuera prejuiciosa, que le diera una oportunidad a Paris y a las chicas, que a lo mejor la experiencia me serviría. Y tuvo razón. Ese grupo de mujeres se transformó en mi sostén durante aquellos años. Guiadas por Paris pudimos habitar de manera digna un país que nada esperaba de nosotras y armamos algo revolucionario en la meca del individualismo: un colectivo. Y fue con ellas con quienes pude empezar a mirarme de manera más amorosa a mi misma. Mientras construíamos un nosotras habitado por las diferencias pero atado en lo que nos hacía semejantes: ser mujeres extranjeras cuya existencia en el país dependía del estatus migratorio de nuestros maridos. Éramos el International Housewives Group. Y en ese nombrarnos abandonábamos el aislamiento para constituirnos en un grupo con necesidades y reivindicaciones comunes, que nos trascendía a cada una en lo individual.
Otra cosa que me encantaba de aquellos miércoles era ir al Centro de Recursos para las Mujeres. La Universidad en la que estudiaba mi marido, como todas las Universidades norteamericanas, tenía una mascota y un color que la representaba. En nuestro caso era el naranja. Todo el campus estaba salpicado de naranja. Excepto el Centro de Recursos para las Mujeres, que estaba pintado de violeta. Un día pregunté por qué y me contestaron que el violeta era el color del feminismo. El Centro de Recursos para las Mujeres era el territorio feminista de la Universidad y al que yo sentía mío, donde era alguien por mi misma y en donde éramos un nosotras.
Fue ahí que me regalaron mis primeras gafas violetas y sentí el abrazo de las compañeras. Pienso en aquellos años y me vuelve a la mente la palabra felicidad, pero no como una certeza, sino como una pregunta. ¿Fueron esos años los más felices? Busco en el diccionario que significa felicidad y me dice que es el estado de grata satisfacción espiritual y física. Yo no sé si me sentía satisfecha. Lo que sí sé es que me sentía agradecida. No podía creer la suerte que tenía de estar rodeada de aquellas mujeres que me enriquecían la vida y que me decían que podía ser algo más de lo que yo creía que me era posible.
Y hoy, casi veinte años después, son ellas en quienes pienso cuando alguien pregunta dónde están las feministas.