A vos no se te puede decir nada!
Mirá cómo te ponés.
Loca de mierda
Feminazi.
Son expresiones usuales con las que nos encontramos cuando intentamos sostener nuestras ideas, cuando somos vehementes, cuando pretendemos denunciar la violencia, la injusticia, la desigualdad o el sexismo.
Sucede siempre igual, somos inmediatamente descalificadas.
Aunque el problema no es esencialmente la forma sino el fondo, es decir, lo que decimos y no la forma en la que lo decimos. Muchas veces terminamos creyendo que el problema somos nosotras que no aprendimos a “decirlo bien” o que “nos faltan argumentos”.
Te adelanto que no. Que el que tiene interés googlea y el que necesita argumentos no te descalifica, también googlea.
Crecí en una familia de tanos, tantos por todos lados, una familia donde se discutía en la mesa, en la sobremesa y en todas las conversaciones. Y circulé por lugares donde discutir estaba bien visto, discutir de lo que sea, en la familia, con amigas y amigos, con mi hermana o mi hermano, sin que jamás esa discusión implicara más que eso. Discutir sobre ideas y también vengo de una familia por rama materna, en la que las mujeres no le escapan a la discusión. La discusión también es una forma de defender un territorio personal.
Quizás eso hizo que para mi; discutir no sea algo ajeno, y en mi vida de abogada, siempre tuve a mano, como recurso posible, la discusión, en sus diferentes versiones, cuando lo consideraba estratégicamente necesario.
O sea, no tengo ningún problema con discutir, no tengo problema en alzar la voz, en dar un portazo, en levantarme e irme de lugares; que no quiere decir que no me ponga nerviosa o se me acelere el corazón cuando lo hago, o que después no me pregunte a mi misma ¿“será que estoy exagerando”?, solo quiere decir que sé que puedo hacerlo y que lo prefiero en general al silencio. Quiere decir que si me conviene, si lo necesito para ser respetada, para defender lo que creo justo, lo que me interesa, voy a discutir con todos los recursos que tengo.
Por eso me sorprendo y me he sorprendido siempre, cuando a lo largo de los años, en grupos de mujeres, me he encontrado intentado abrir una discusión, y he visto cómo las mujeres presentes, hacían un esfuerzo denodado por no entrar en esa discusión, cambiaban de tema, se quedaban calladas, iban al baño, salían a ver que estaban haciendo les hijes, se iban a buscar algo para tomar o comer, cualquier excusa servía para evitar discutir, aún en contra de sus ideas, aún sabiendo ellas y yo, que tenían razón o que por lo menos contaban con argumentos para defender sus posiciones; aún en ese caso, preferían no entrar en una discusión.
¿Por qué?
Porque la discusión ha sido siempre patrimonio de la masculinidad. Las mujeres somos educadas en la amabilidad y una gestualidad de rendición, de entrega, de debilidad, somos educadas para no incomodar a nadie, somos educadas para hacer que los varones se sientan superiores a nosotras, somos educadas como cosas. La discusión es para muchas un terreno desconocido, y para otras, un terreno posible pero negado, porque aún teniendo el ímpetu y los gestos intuidos para hacerlo, cuando una mujer discute, alza la voz, pega un grito, se impone, es vehemente en la expresión de sus ideas, y sobre todo en la defensa de sus intereses, es disciplinada, excluida del reino de las buenas mujeres e ingresa con pasaporte nuevo al mundo de las malas, las locas y las feminazis.
Las que discuten tienen “mal carácter”, “son minas complicadas”, se vuelven sospechosas porque es evidente que no están dispuestas a obedecer el mandato de la feminidad sumisa. Una mujer que no agacha la cabeza, una mujer que no sonríe ni guarda silencio ¿qué es?.
Y al mismo tiempo, hijos de las mismas ideas, están los discursos que dicen que las mujeres que discuten son las que “se masculinizan”, vienen en el mismo combo que los que circulan sobre el liderazgo femenino y la “masculinización de las mujeres” en los espacios de poder.
Discursos que siempre nos dejan en el mismo lugar, la imposición de la amabilidad, la suavidad y la empatía, la concordia, como patrimonio de lo femenino, cómo algo que debe formar parte de la forma de la hacer y existir de TODAS las mujeres. Y la atribución de la agresividad, la autoridad, la vehemencia, como patrimonios exclusivos de la masculinidad.
Ideas que son parte del mismo pensamiento dicotómico y estereotipante sobre los géneros que estamos intentando hackear.
La amabilidad y la agresividad forman parte del arco de las posibles expresiones de lo humano. Que se atribuyan unas a un género y otras al otro, es una construcción cultural, esa que estamos intentando cambiar. No nos mordamos la cola hablando de formas masculinas y femeninas de ejercer el poder o de discutir. Eventualmente hablemos de cómo algunas de esas formas implican prácticas violentas, opresivas, crueles, etc. pero por favor dejemos de sostener que son características inherentes a un género o al otro.
Sobre todo porque puede ser que para algunas sea cómodo, agradable o conocido, no discutir, evitar la discusión, pero para otras no lo es, y eso es lo que necesitamos defender, que todos los posibles sean posibles, que apropiarnos de la discusión, de una gestualidad que siempre ha sido definida como viril, para poder dar una discusión, para poder defendernos a nosotras, a nuestros espacios, o nuestros intereses, se convierta una posibilidad y no en un castigo.
Cómo todas las cosas, a discutir, también se aprende.
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