Siempre fui polifacética y buena alumna, empecé mil carreras muy diferentes (pero dejé casi todas). Desde chica di clases, arrancó a modo de ayuda, ayudando a mis compas del cole y casi que así siguió, porque nunca cobré o cobré muy poco por hacerlo.
Cuando llegué a España creí que me arreglaría de alguna manera, como siempre había hecho, y que, si no me salía nada, daría clases. La cosa al final no fue tan idílica. Acá las instituciones más formales piden títulos y certificados que yo no tenía, y cuando me vi en la situación de “crear mi propio negocio” me ahogué en un vaso de agua. Quizá por eso me puse acá a estudiar otra carrera vinculada a la educación (¡que sí terminé!).
Hoy, recibida, con título y certificaciones en mano sigo ahogada en el vaso. Calculo que tiene que ver con algunas cosas que se pusieron en juego en la migración y me detonaron inseguridades que quizá antes no tenía, empezando por el considerar que todo lo que hiciste en tu país de origen no sirve. Me funciona laburar de forma asalariada, pero no generar mis proyectos y ojo, que ganas no me faltan: en la capocha tengo miles de ideas que me encantaría concretar, pero ahí queda todo, en una mera enumeración.
El problema llega cuando estas cosas suceden a manos de otras paisanas, paisanos y paisanes; cuando veo que crean todo eso que deseo y añoro me come la envidia. Y aunque es evidente que no me llega a ningún lado, no puedo evitar pensar el famoso y pedante “yo lo haría mejor…”. Tal como les dije, siempre fui buena alumna, y como me enseñaron que las mujeres no deberíamos ser así de soberbias, aplico una dosis de escarnio personal y me repito: “Siempre decís lo mismo, pero no lo hacés, pelotuda… si de verdad fueras tan buena ya lo hubieras hecho”.
No sé si algún día lograré validarme de una vez por todas y poner las ganas donde hay que ponerlas, en vez de ver todo por TV. Por ahora voy girando como media en seca ropas, entre lo que quiero y no puedo, el síndrome de la impostora, la envidia, la culpa por sentir envidia, el título, las ganas… ¡Qué mareo!