A las encinas verdes

“O pudo, simplemente, no haber nacido

Donde manda el roble, pero ahí nació”

A una encina verde- Joan M. Serrat

Hace varios días, la canción “A una encina verde” de Joan Manuel Serrat va y viene en mi cabeza.  La escucho, siento que me habla.  Y yo aguzo el oído, buscando respuestas y refugio.

Una encina es un árbol.  Y, por lo que pude leer en Wikipedia (pido disculpas por la mediocridad de mi fuente), crece en las zonas mediterráneas de Europa.  Su talla es media  y su copa crece más a lo ancho que a lo alto. Tiene muchas espinas que protegen sus hojas verdes y perennes, que se fortalecen con la fuerza del sol.  Es un árbol diferente a lo que une pensaría cuando le dicen árbol.  Al menos por estas latitudes. Y por las de Serrat parece que también, si nos ajustamos a lo que dice su canción.  Ahí manda el roble, el árbol más conocido, el que no necesita búsquedas en internet.  El que preside, en el bosque y en nuestro sentido común también.

El otro día, mi mamá me planteó que antes de ser feminista yo era más feliz y me dejó pensando…  

Hice memoria y vinieron a mi cabeza distintas etapas de mi vida, en las que los feminismos no existían para mí.  Pero sí el hecho de ser una nena, una adolescente o una mujer. De la niñez, me acuerdo la primera vez que me retaron en el jardín: cometí la desobediencia de irme a jugar al sector de los bloques, espacio reservado para los nenes.  Con muy poca paciencia y muchas ganas de ubicarme, me devolvieron a mi lugar: la casita.  También me acuerdo de las reuniones familiares, en las que no me dejaban jugar con mis primos, porque yo era una nena y ellos jugaban cosas de varones.  

Después, me acordé de mi adolescencia, cuando leía fascinada las revistas Emanuelle de mi mamá, que prometían ir “más allá de la cocina, la costura y el amor”. Mientras, la observaba trabajar afuera de mi casa, con múltiples trabajos que no le gustaban.  Y también veía la frustración de mi abuela, adentro.  Y, en lo cotidiano de la vida, me daba cuenta que en la repartija de funciones, las mujeres ocupaban un lugar subalterno, oscilante entre la confianza en las propias decisiones y la sensación de no ser nunca suficientes.  

En los años universitarios, algunos conceptos no me cerraban del todo y sentía que las mujeres, cuando eran nombradas, caían del lado choto de las teorías 

Pero lo que más me viene a la mente y al cuerpo, al pensar en mi primer cuarto de vida, es la sensación de que algo no andaba.  No sólo en mí, sino en lo que me rodeaba.  Yo buscaba sentirme bien, pero no me salía: no había dieta, novio, evento, trabajo ni amistades que me quitara la sensación de que algo no (me) funcionaba.  La sensación de discomfort era constante, más allá de los recursos más o menos exitosos a los que recurriera.

“Desafiando las reglas,

Consentida por el sol”.

A una encina verde- Joan Manuel Serrat

También hubo episodios en mi vida en los que sentía que podía haber cierto movimiento de lo instituido.  Eran actos chiquitos, casi invisibles, pero profundamente poderosos.  De mi niñez, recuerdo especialmente el brillo en los ojos de mi abuela cuando me contaba victoriosa de la vez que se defendió a pura aguja de crochet de un tipo que la apoyaba en el bondi. También me acuerdo de la confusión que sentí cuando mi tía decidió no irse a vivir a Italia con su marido.  Ella defendió a capa y espada que eso a ella no le convenía.  Y al final tuvo razón, él volvió más pobre y desorientado que antes.  Y así, infinidad de pequeños gestos que llevaban dignidad a la vida de las mujeres que me rodeaban. 

Fueron ellas mi sostén cuando unos anos años más tarde, fui la única de mi curso, que en el colegio de monjas, no quiso firmar un rechazo formal en contra del aborto.  Y me sentí bien conmigo misma. También me acuerdo de mi alivio la primera vez que leí sobre los Estudios de Género.  Al final, yo no estaba tan errada ni tan sola.  Alguien venía a poner un nombre a todas aquellas cosas que intuía, pero que no tenía conceptos para nombrarlas.  

Y ya de adulta, los feminismos me salvaron la vida varias veces.  La primera, cuando me fui a vivir a otro pais y encontré mi hogar en una institucion feminista, que me dio refugio y me marcó para siempre. Vivir la complejidad y la riqueza de los feminismos es algo tan potente, que se transforma en una vara de dignidad omnipresente que funciona como brújula.  

“Entre esqueletos de robles,

salpiques con tu verdor

las palideces del bosque”.

A una encina verde- Joan Manuel Serrat.

La canción de Serrat insiste en mi cabeza y me doy cuenta de que está hablando sobre la supervivencia.  Y  en su hermosa complejidad, sostiene la tensión individuo- sociedad, representada por la relación de la encina con el bosque.

Mientras escribo esto, digiero la lectura de los diarios matutinos, que me dejó una gran  sensación de desasosiego.  La realidad parece un deja vu de los 90, pero recargada de una crueldad sin velo, explícita, que es nueva para mi.     

Vuelvo a pensar en mi vida, en la pasada y en la actual y me pregunto cómo voy a transitar esta época.  Y me doy cuenta de  que no estoy sola.  Ni en la vida ni en la lucha.  Formo parte de un colectivo que genera recursos objetivos y subjetivos contra esta lógica de aislamiento y destrucción.  Porque donde muchos ponen cinismo, nosotras ponemos lucidez y memoria.  La memoria individual, propia de cada una, pero también la memoria colectiva, esa que nos habla de la supervivencia de ser mujeres, es decir, un colectivo subalternizado, en este mundo capitalista y patriarcal.

Y así vamos salpicando de lucidez la vida diaria, dentro y fuera de casa.  Sabiendo que, como dijo Audre Lorde, el silencio no nos va a proteger.  Y “fingir demencia”, tampoco.  Porque hay lugares de los que salimos y a los no volvemos. Y de esa certeza me aferro, en medio de tanta crueldad y violencia, para vivir el presente y proyectar el futuro. 

A una encina verde – Joan Manuel Serrat

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